Baja fecundidad: cuestión de economía… y de actitud

El mal desempeño de la economía y sus efectos en el bolsillo particular pueden hacer que las personas se replanteen decisiones de peso, como la de ser padres. Considerar tener un hijo cuando todo está en calma –se dispone de un puesto fijo, el salario ingresa puntual, las inversiones se amplían…–, no es lo mismo que hacerlo bajo el eco de la frase “con la que está cayendo”.

Sucede dondequiera. El País entrevistaba días atrás a varios jóvenes españoles acerca de la posibilidad de tener descendencia. El común denominador de las respuestas fue la estrechez económica para asumir la paternidad. “Aunque quiero, tener hijos es un lujo que no me puedo permitir”, aseguraba un joven de 30 años. Otra encuesta, efectuada por el portal Mic en EE.UU., recogía afirmaciones parecidas: “Si apenas puedo vivir bien ahora con mi sueldo, ¿cómo se supone que pueda darle a un niño la vida que merece?”.

En los países nórdicos, punteros en políticas profamilia, la fecundidad no se ha recuperado desde la última crisis

El dinero es el problema, definitivamente. O no, no tan rápido. Un estudio de Laurie DeRose y Lyman Stone, publicado por el Institute for Family Studies, revela que en sociedades donde se aplican políticas dirigidas a proteger a la familia y promover la natalidad, con independencia del nivel de ingresos de los padres, tampoco los números son como para saltar. De hecho, los de los países nórdicos, el modelo por antonomasia en estos asuntos, no han dejado de caer desde 2008, pese a que a la crisis que golpeó a la economía entonces le sobrevino una importante recuperación desde 2010.

Por ejemplo, en este último año, Islandia era el único de esos países que sobrepasaba ligeramente los 2,1 hijos por mujer –el número necesario para un crecimiento poblacional positivo–, y Finlandia apenas alcanzaba el 1,9. Ya en 2020, el primero había descendido hasta 1,7, y el segundo, a 1,4. Pero en ese mismo período, los salarios promedio de los islandeses subieron de 42.000 euros a 57.000, y los fineses vieron también, aunque modesto, un aumento: de 37.500 a 39.000 euros.

Luego, ¿manda el bolsillo? ¿Cumplen las medidas profamilia –guarderías gratis, permisos de maternidad retribuidos, más extensos y compartidos con el padre– su función de impulsar la natalidad?

Aunque se agradecen, no parecen suficientes. La cuestión, según los investigadores, es de actitud; básicamente, de una actitud que prioriza la atención a la actividad profesional y se centra en alcanzar el éxito en ella, al punto de convertirla en el eje que da sentido a la existencia.

Disfrutar sin “obstáculos”

La pauta, al parecer, la marca el materialismo, entendido como la necesidad de alcanzar las metas personales concretas –un buen empleo, prestigio, confort material–, apartando o reduciendo al mínimo las “distracciones” que desenfoquen del yo. Y ciertamente no hay nada más “desautoenfocante” que un hijo.

En la citada encuesta de Mic, varios millennials sin descendencia citaron, además de la razón económica, el asunto de la carrera profesional. “Cuando imagino mi futuro –decía uno– no veo ningún hijo. Adoro lo que estoy estudiando y quiero sacarle el máximo a mi carrera, sea que implique trabajar horas extras sin límite, noches sin dormir, mudanzas del lugar de trabajo, o viajar”.  “No quiero tenerlos –apuntaba otro–, porque estoy estudiando para ser cirujano y no creo que, con un trabajo tan exigente, pueda darles la atención que necesitan”.

Otros argumentos son ya un clásico de nuestra época, como la ecología y la sobrepoblación del planeta –“me he unido al movimiento de cero crecimiento poblacional por razones medioambientales”–, o los peligros de una sociedad que va a peor –“no quiero tener un hijo para que viva en un mundo en el que puede ser objeto de bullying, o ser él mismo el matón”–. También está el deseo de preservar a toda costa un estilo de vida sin límites molestos. Así, un joven explica que quiere visitar los 195 países del mundo –“de momento solo llevo 23”– y que un niño no encajaría en este nomadismo.

No hablamos, por cierto, exclusivamente de solteros; ni solo de parejas sin hijos que se sientan uno frente a otro a contar los euros que les quedan para cerrar el mes. La tendencia a no querer prole se marca cada vez más en parejas que no pasan apuros económicos particulares.

Los DINK o dinkis (de double incomeno kids, o “dos sueldos en casa, ningún hijo”) van al alza en algunos países desarrollados. En Alemania, por ejemplo, pasaron de 7,7 millones a 8,6 millones entre 2016 y 2020, mientras que en EE.UU. la Oficina del Censo aporta datos en un abanico temporal más amplio: en 1967, los jóvenes de 25 a 34 años que no vivían con un menor en el hogar  eran el 23%, y en 2016, el 61%.

Son, justo por eso, un segmento que las empresas observan con interés. Las parejas jóvenes en las que ambos perciben ingresos, no tienen hijos y unifican pagos (como la vivienda), pueden disponer de más dinero para gastos no imprescindibles, como viajes, vacaciones, moda, inmuebles, salidas de ocio, acciones en bolsa, etc. Sus hobbies pueden ser toda una veta para emprendedores: un sondeo de la firma británica New Covent Garden Soup Co. revelaba que el 37% de los dinkis hacen ejercicios físicos; el 46% se consideran a sí mismos foodies –los amantes de la buena mesa de toda la vida, pero con un plus de pasión–, y uno de cada cinco se distrae haciendo jardinería.

Todo esto demanda tiempo y recursos. Bien invertidos, sin duda…, en sí mismos.

De tales padres…

Comprobado, pues, que una “hecatombe” económica no siempre explica la decisión de evitar tener niños, volvemos sobre la actitud. Para algunos, las parejas jóvenes voluntariamente sin hijos estarían mirándose en el espejo de sus padres, como el chico del cuento de los Grimm que, al ver cómo sus progenitores le cambiaron despectivamente al abuelo su plato de cerámica por una escudilla de madera, fabricó una para cuando les llegara el momento a ellos.

La psicoanalista norteamericana Erica Komisar ha constatado en varios de sus pacientes el peso del ejemplo que han atestiguado: jóvenes que en su día fueron relegados en el interés de sus padres por las profesiones de estos, hoy consideran que no es posible atender apropiadamente a los hijos y llevar una vida laboral satisfactoria. Lo han sufrido como hijos: su rutina era quedarse solos en casa hasta el final de la tarde, porque “mamá y papá están trabajando”. Han entendido que es inexorablemente así, y por ello ni se plantean la paternidad.

La baja natalidad descansa sobre la subestimación del valor de la familia y del cuidado respecto a todo lo demás, señala Komisar

La experta asegura, además, que la mayoría de los jóvenes adultos que ha tratado son “increíblemente ambiciosos” y no quieren oír hablar de nada que interrumpa su ascenso individual ni que limite los estilos de vida que han querido darse. Si les viene a la cabeza la idea del matrimonio es solo como tema de un futuro muy lejano, en el que, si acaso, contemplarían la idea de tener un único hijo.

“Queremos culpar del declive de la natalidad a la economía, o a que se ha alcanzado un mayor nivel educativo –advierte Komisar–, pero fallamos al no percatarnos de que el deseo de tener y criar hijos viene del sentimiento de que, cuando niños, fuimos deseados, cuidados, y éramos una prioridad para nuestros padres. (…) No es solo un fracaso de la economía, sino de la sociedad, al no apreciar el valor del cuidado, el valor de la familia sobre todo lo demás, y al no haber transmitido nuestra alegría por la paternidad a la siguiente generación”.

Una alegría que de momento, para muchos, no es nada que una degustación gourmet o un plácido viaje en crucero no puedan sustituir.

“¿Esencial? ¡Mi profesión!”

¿Qué puede aportar más satisfacción en la vida: el matrimonio, los hijos, la carrera…? Hay números sobre esto en varias encuestas en EE.UU., que no deben verse, sin embargo, como replicables en otros contextos.

Con una muestra de población general, el Pew Research Center halló en 2019 que tener una carrera o una ocupación de su agrado era “importante” para el 43% de los consultados y “esencial” para el 51%. Tener hijos, en cambio era “importante” para el 57,5%, pero “esencial” para apenas el 19%.

Otra investigación más de actualidad, de Morning Consult, observa que la desgana de los millennials respecto a procrear ha empeorado aun más a consecuencia de la pandemia: si un 7% dice que tiene más interés ahora en tener descendencia, un 15% dice que la catástrofe ha acentuado su deseo de no tenerla, y un 17% señala que retrasará ese momento.

Por Luis Luque para ACEPRENSA

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