El embrión humano, ¿es persona?

Coloquio “Familia y Vida”. 2ª Mesa Redonda: El embrión humano, ¿es persona?

Gonzalo Herranz. El Embrión ficticio

(Pamplona 15.XI.014)

Saludos y agradecimientos.

Agradezco muy de veras que en un coloquio sobre Familia y Vida se dedique una mesa redonda al embrión. El embrión humano es, antes de nada, un hijo: en él comienza a desarrollarse cada vida individual nueva, sin el embrión la familia no crecería. Todos sabemos, además, lo mucho que están sufriendo en la sociedad de hoy esas dos realidades, familia y vida. Y no podemos olvidar que una parte muy importante de ese sufrimiento viene del desprecio por el embrión humano.

Mi intervención lleva por título “El embrión ficticio”, que es el de un libro que publiqué el año pasado. La coincidencia es intencionada: los organizadores quieren que hable de él. Trataré de decir algunas cosas.

Algunos me han preguntado, ¿por qué llama usted ficticio al embrión?

La razón básica es esta: porque son ficticios ciertos conceptos y datos biológicos sobre los que se ha construido la bioética “dominante” sobre el embrión humano de pocos días. Reconozco que esa es una afirmación escandalosa, que levanta ampollas. Va contra el parecer común, que tiene esos conceptos y datos como un bloque, sólido y monolítico, de doctrina oficial y por todos aceptada. Y muchos deducen de ella que el embrión humano es, en las dos primeras semanas de su vida, una entidad preliminar, un mero esbozo, que carece del nivel mínimo biológico y ontológico propio de quien posee dignidad humana y exige de los demás el debido respeto.

En El Embrión Ficticio me propuse demostrar que las ideas biológicas que han servido para despojar al embrión humano inicial de “categoría ética” son fantasiosas, no resisten una crítica seria. Son ideas que no se refieren a embriones humanos reales, sino a embriones hipotéticos, imaginados, ficticios.

Esas nociones que declaro infundadas están en las ediciones recientes y no tan recientes de los libros de biología general, de embriología, de genética, de obstetricia. Estoy seguro de que numerosos biólogos y bioéticos sospecharán, ante mi disidencia frente a tan homogénea unanimidad, que algo anda mal en mi cabeza. Pido a Dios que esa sospecha no les impida someter a una crítica despiadada y objetiva los datos y razones en que apoyo mi tesis y puedan concluir si tienen fundamento y han de ser tomadas en serio.

Para entrar en el problema, nos conviene revisar brevemente su historia.

Un poco de historia.

Cuando, hace ya más de 50 años, se introdujo la contracepción moderna (en sus dos formas principales: los preparados hormonales y el dispositivo intrauterino) se vio que una parte, real pero no cuantificada, de su eficacia se debía a una acción abortifaciente. Seguimos hoy sin saber la intensidad del efecto abortivo de los diferentes contraceptivos hormonales. En el caso de los dius se acepta que el antinidatorio es el mecanismo principal de su eficacia.

Cuando años más tarde, se introdujo la fecundación in vitro, se hizo patente que eran muchos los embriones que se perdían, entre ellos la totalidad de los “sobrantes”.

Que la contracepción moderna y las modernas técnicas de reproducción asistida destruyeran embriones humanos de pocos días constituía, hace unos pocos decenios, un grave problema moral, algo que repugnaba a mucha gente (y no sólo a los católicos). Algunos negaron que los contraceptivos causaran la muerte de embriones, pero eso se hizo insostenible cuando se pusieron las cartas sobre la mesa. Hoy se reconoce llanamente que el efecto anti-implantatorio está más o menos presente en el mecanismo de acción de los contraceptivos: más aún, la OMS financia abiertamente programas para poner a punto agentes antinidatorios y contragestativos: es más sencillo tomar una píldora al mes que una casi todos los días. Pero en aquellos primeros años, ese efecto era tabú, pues, por definición, la contracepción nada tenía que ver con el aborto.

Hacia mediados de los 1960s, los promotores de la contracepción urdieron una astuta manipulación del lenguaje y redefinieron el significado de unas pocas palabras clave: concepción, embarazo, huevo fecundado, y embrión. Decretaron que la concepción no es la fecundación, sino la implantación del embrión; que, por tanto, la gestación no empieza en la fecundación, sino sólo 14 días más tarde, consumada ya la implantación; que sólo se puede hablar de aborto después de terminada la anidación; que causar la muerte del huevo fecundado no-implantado no es aborto: es algo tan insignificante que en la nueva nomenclatura no necesita nombre.

El nuevo lenguaje fue tenazmente apoyado por muchas instituciones públicas y profesionales. Lo encontramos en los informes de las sociedades científicas, en el vocabulario de los boletines oficiales, en el idioma burocrático de la OMS, en las declaraciones de la AMM, y en las directrices de la FIGO, del ACOG, de la SEGO. Lo han incorporado algunos diccionarios. Pero, curiosamente, no han entrado en el léxico que suelen usar, en su trabajo ordinario, los médicos.

Nacen y se extienden los argumentos.

Para dar respetabilidad al nuevo modo de decir las cosas, hubo que inventar razones: son las que se han llamado “argumentos contra la dignidad del embrión”, que pretenden justificar como inocente la destrucción de embriones humano jóvenes.  Los científicos presentaron esos argumentos con mucha energía y convicción. Y los filósofos, teólogos, juristas y diputados les creyeron. Cuando dijeron “pueden formarse gemelos idénticos o quimeras tetragaméticas hasta 14 días después de la fecundación”, todos respondieron: Amén.

Gracias a las publicaciones de destacados biólogos, médicos y teólogos, tanto católicos (André Hellegers, Clifford Grobstein, Bernhard Häring) como no católicos (Paul Ramsay, Anne MacLaren, Peter Singer), en 1970 los argumentos triunfaron en bioética. Al principio hubo, lógicamente, mucho debate, pero se fue apagando una vez que las legislaciones nacionales y la práctica social declararon que la práctica de la contracepción era una virtud pública y que las técnicas de reproducción asistida una bendición. Los argumentos pasaron a ser cosa cierta, parte del saber científico y bioético aceptado. Sólo el Magisterio católico se oponía a ellos.

Soy creyente. Y, a la vez, me tengo por un científico crítico y sincero. No admito que haya dos verdades, la religiosa y la científica, que se contradicen. Por eso, me decidí a reexaminar críticamente el asunto. Y me puse a trabajar. Algunos me decían que ya era tarde, que mi esfuerzo sería inútil, como fustigar a un caballo muerto. Creo que se equivocaron.

Los argumentos principales.

Se han propuesto muchos argumentos contra el embrión: Pascal Ide, por ejemplo, ha identificado catorce. En El embrión ficticio mi libro, me he limitado a discutir los seis que, a mi parecer, son los más importantes: el de la irrelevancia biológica y ética de la fecundación; el de las dos poblaciones celulares del embrión joven; el de la gemelación monozigótica; el de las quimeras tetragaméticas; el de la totipotencialidad de los blastómeros; y, finalmente, el de la pérdida masiva de embriones en los primeros días del desarrollo.

No es posible en el tiempo disponible referirme a todos ellos. Una pena, porque todos me parecen interesantes. Me centraré en el que, según el parecer general, es el más fuerte, el que más entra por los ojos: el de los gemelos monocigóticos. Todos hemos visto gemelos idénticos y sentimos una viva curiosidad por saber cómo se forman.

El argumento de la gemelación monozigótica.

Se tiene hoy por cosa cierta y bien averiguada que los gemelos monocigóticos se originan por la partición en dos de un embrión único y que esa división se da a lo largo de las dos semanas que siguen a la fecundación. Se afirma además que el día en que la división se produce deja una huella indeleble en las estructuras que llamamos sacos o envolturas fetales: el corion y el amnios. Si la división se da en los 4 primeros días, cada embrión genera sus propias membranas, con lo que resulta una gestación dicoriónica y diamniótica. Si la división acaece entre los días 5 y 8, ya formado el corion, la gestación resultante es monocoriónica y diamniótica. Si la división se retrasa a los días 9 al 12, se tiene una gestación monocoriónica y monoamniótica. Si se produce más tarde, la división suele ser incompleta y resultan así los gemelos unidos o siameses.

Eso, desde hace más de medio siglo, está en todos los libros. Es lo que explican los profesores en clase, lo que los alumnos han de responder en los exámenes. Pero lo verdaderamente importante son las consecuencias éticas que se derivan de esa cronología de la gemelación: se afirma categóricamente que mientras un embrión pueda dividirse en dos, no puede ser plenamente humano. Ningún individuo plenamente humano puede convertirse en dos. Nunca un cuerpo humano se escinde en dos cuerpos humanos. Jamás el alma humana que anima un cuerpo se divide en dos almas para animar dos cuerpos. Los defensores del argumento desafían a los teóricos de la animación inmediata a que les expliquen que le pasa al alma cuando un embrión se convierte en dos.

No cabe duda: así expresado, el argumento es muy fuerte. Los teólogos y filósofos que siguen la teoría de la animación inmediata, la animación desde la concepción, y que, a la vez, aceptan como todo el mundo la cronología oficial de la gemelación monozigótica, han desarrollado ingeniosos y sofisticados razonamientos ontológicos y teológicos para defender su postura. Pero la ontología y la teología no suelen impresionar mucho a los biólogos duros.

Como todos, yo también dí por buena la cronología oficial, hasta el día que decidí examinarla críticamente. Me pregunté entonces: ¿ha visto alguien que las cosas sucedan como se dice?, ¿dónde están publicados los trabajos con esas observaciones? Son preguntas que nadie se plantea, que, sin embargo, nacen de una actitud crítica sana, del derecho a escudriñar y evaluar los datos científicos.

Encontrar respuesta a esas preguntas no resultó fácil. Exigió centenares de horas de búsqueda y lectura crítica más de cien años de la bibliografía sobre gemelación. Al final, las cosas se aclararon y pude concluir que la cronología aceptada no se apoya en hechos observados, sino en suposiciones muy razonables, pero imaginadas. La propuso en 1922 George Corner, un joven embriólogo norteamericano. Al final de un trabajo en el que describe sus hallazgos en tres pares de embriones gemelos de cerdo, se permite darse el placer de un breve ejercicio de imaginación, en el que sugiere que los gemelos monocoriónicos humanos podrían ser de dos tipos: uno, diamniótico, que correspondería al tipo cerdito, y otro, monoamniótico, que correspondería al tipo armadillo. El primero se formaría antes, cuando el amnios no se ha constituido; el segundo, después, cuando el amnios ya se ha formado. Ese es el germen de la cronología oficial. Nació como ejercicio de imaginación y creció con nuevos añadidos imaginados por Hertig y von Verschuer. En 1955, Corner, que para entonces gozaba de una inmensa autoridad científica, volvió a presentar su vieja teoría, ahora más completa y detallada. Señaló sinceramente que se trataba de una teoría, un esquema dibujado con lápiz y papel para explicar imaginativamente cómo de un embrión originario pueden producirse dos embriones. En pocos años el modelo de Corner fue universalmente aceptado. Repetido miles de veces, ha terminado por convertirse en el sólido cimiento factual de la gemelación monozigótica.

Sigue pareciéndome curioso que nadie haya sometido el modelo a una crítica fuerte. Pero cuando uno la hace, encuentra en ella tantos puntos débiles, debilidades que resultan insostenibles. Y lo mismo pasa con los otros argumentos: para comprobarlo habrá que leer El Embrión ficticio. Historia de un mito biológico.

Es habitual que cuando un autor refuta una teoría sienta la irresistible tentación de proponer otra, para que ocupe su lugar y promueva nuevos debates. Efectivamente, se me ocurrió una teoría nueva, en la que postulo que la gemelación podría producirse dentro del proceso de la fecundación.

Si se diera un fallo en los mecanismos moleculares que ejecutan la transición zigoto-blastómero, tendríamos que la primera división del zigoto produce dos células que no avanzan a blastómeros, sino que retienen la condición de zigotos: El zigoto inicial produce, en el curso de la fecundación, dos nuevos zigotos, que son dos gemelos monozigóticos. Y postulo que los diferentes tipos de corionicidad de los embarazos gemelares monozigóticos dependerían de la fusión del trofectodermo y que la amnionicidad dependería de la proximidad/distancia entre los embriones. Lo significativo de mi teoría es que los gemelos monocigóticos se formarían en el curso de la fecundación, no en el tiempo postfecundación. La nueva teoría es compatible con la postura teológica de la animación inmediata. No harían falta entonces los sinuosos argumentos ontológicos que tratan de obviar la cronología oficial.

Quizás alguno tenga curiosidad por saber cómo han sido recibidas estas ideas. La verdad es que, de momento, no parecen haber triunfado. Envié un artículo que publicó la revista Zygote a más de trescientas personas que investigan en embriología y reproducción asistida. El silencio ha sido, sin embargo, la respuesta dominante.

Dos embriólogos de primera línea publicaron, sin advertírmelo previamente, críticas muy virulentas, aunque marginales, y yo diría que un tanto improvisadas, contra mi teoría (no contra la historia crítica del modelo de Corner, cuyo valor han reconocido).  Es obvio que mi teoría no los ha dejado indiferentes. Richard Gardner, el number one de la embriología europea, descubrió lo que mi artículo podía significar un peligro para el status quo. Tituló su comentario, publicado en Reproductive Biomedicine Online: “El momento de la gemelación monozigótica: un desafío pro-vida al saber científico aceptado”. Y, curiosamente, le asignó tres palabras clave: embrión humano, gemelos monocigóticos, Vaticano. Esta última, lo mismo que el pro-vida del título, buscan desacreditar mi trabajo. Mi respuesta a Gardner, censurada y reducida a la cuarta parte, suprimidos unos detalles de humor, apareció muy tarde. Hans-Werner Denker, un importante embriólogo alemán, que investiga en células troncales embrionarias, publicó en Zygote un comentario crítico más moderado. Pero mi respuesta no ha sido publicada, a pesar de mis protestas. Lamentablemente, los editores de las revistas científicas son, como muchos otros mortales, víctimas de sus prejuicios ideológicos. No está en absoluto garantizada la libertad de expresión en la prensa científica.

Me gustaría que alguien (y ojalá que pronto, para yo verlo) alguien verificara la teoría que propongo sobre la génesis de los gemelos monocigóticos. Eso supondría la declaración en ruina del principal argumento contra el embrión. Y si mi teoría es refutada, me queda un consuelo: “Toda refutación – ha dicho Popper – debería ser vista como un gran éxito: no simplemente un éxito del científico que refuta la teoría, sino también del científico que creó la teoría refutada y que de ese modo sugirió, en primera instancia, aunque indirectamente, el experimento refutatorio”.

Siempre quedará ese consuelo. Habrá que esperar a ver.

Muchas gracias.

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