Un soldado británico con unos niños afganos durante la intervención internacional en el país (CC Rupert Frere / Defence Images)
La rápida toma del poder por los talibanes en Afganistán ha sorprendido a muchos no solo por su rapidez sino también por el hecho de que en tan solo unos días se ha venido abajo un proyecto de “reconstrucción nacional” auspiciado por Estados Unidos, la OTAN y la UE, además de la propia ONU, pues la invasión de Afganistán y la caída del régimen talibán contó con el beneplácito del Consejo de Seguridad en una serie de resoluciones, empezando por la 1338, que fueron aprobadas al hilo del impacto emocional de los atentados del 11-S.
Hoy se escuchan lamentos y quejas en el mundo occidental sobre el incierto destino de las mujeres y de las minorías nacionales en Afganistán. Lo cierto es, sin embargo, que el discurso de la democracia y los derechos humanos, del que hizo bandera el intervencionismo liberal de hace dos décadas, ha quedado relegado con este nuevo triunfo de la geopolítica.
Golpe al prestigio de Estados Unidos
Más allá de las comparaciones de la situación con la caída de Saigón en 1975, no cabe ocultar que el prestigio de Estados Unidos ha sufrido un duro golpe. Pese a todo, la Administración Biden parece convencida de que las aguas volverán a su cauce en las relaciones con sus aliados. Se diría que Washington ha sacrificado una pieza de escasa utilidad en el escenario geoestratégico para hacer frente a un desafío mucho más importante: el de China. Los norteamericanos no han dejado en los últimos meses de expresar su intención de sumar fuerzas con sus aliados europeos y asiáticos para contener la ascensión del coloso chino. Ante el desafío de China, Afganistán es tan solo un país ingrato e irreductible minado por la corrupción y la falta de voluntad política para cambiar las cosas.
De ahí que Biden eche el peso de la culpa sobre los dirigentes afganos, o incluso sobre el acuerdo suscrito por la Administración Trump con los talibanes en enero de 2020, si bien el propio Biden, cuando era vicepresidente con Obama, mostró su escepticismo sobre la continuidad de la presencia militar de su país. En cualquier caso, desde la perspectiva de la actual Administración, Afganistán es tan solo un pequeño país centroasiático, sin acceso al mar y alejado del escenario del Indo-Pacífico, que es donde actualmente se dirime la hegemonía mundial.
El último presidente afgano no logró convencer de que el retorno de los talibanes suponía una reactivación del extremismo islamista en otros países
Los aliados de Washington pueden sentirse todo lo decepcionados que se quiera. Pueden incluso hablar de la necesidad urgente de constituir un ejército europeo, pero no deben de ignorar que sin la colaboración de los estadounidenses todos sus esfuerzos en materia de seguridad serán en vano. Antes bien, los aliados deberían ser los primeros interesados en que Biden tenga éxito en su política de contención frente a China. Pero el problema no solo es China, pues la Rusia de Putin sigue presionando en las fronteras orientales de Europa: Ucrania es un “conflicto congelado” con bastantes posibilidades de ser reactivado, aunque sea a base de pequeños pasos. Polonia y los países bálticos, miembros de la OTAN, tienen que seguir confiando en las garantías norteamericanas.
Por lo demás, cabe recordar que, en el comunicado final de la cumbre de la Alianza en Bruselas, en junio de 2021, se hacía referencia por primera vez a “las declaradas ambiciones de China y su comportamiento asertivo”. No cabe duda de que este tipo de alusiones seguirá estando presente en futuros comunicados.
China y Rusia, beneficiarios de la victoria talibán
La victoria de los talibanes supone una baza importante para China. Con independencia de que los chinos puedan obtener accesos ventajosos a la explotación de los recursos mineros y energéticos afganos, han conseguido, a la vez que Rusia, la retirada de las fuerzas militares occidentales, con la consiguiente pérdida de influencia, del escenario de Asia Central, un área indispensable en su Iniciativa de la Franja y de la Ruta, la nueva ruta de la seda.
Sobre este particular, se comenta que el presidente afgano, Ahsraf Ghani, fue consciente de que se aceleraba el fin de su régimen cuando el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, se entrevistó con un destacado líder talibán, el mulá Abdul Ghani Baradar, el pasado 28 de julio. Es un ejemplo de cómo la diplomacia china no exhibe sus recelos frente a los talibanes y considera que todo lo sucedido es un asunto interno de un país soberano y que los vencedores poseen toda la legitimidad pues una mayoría de los afganos está con ellos.
Los cálculos del último presidente sobre si los vecinos de Afganistán podrían garantizar la seguridad de su gobierno se han demostrado ilusorios. En el fondo no logró convencer a nadie de que el retorno de los talibanes suponía una reactivación del extremismo islamista en sus respectivos países. Hay que añadir que, aunque el nuevo régimen afgano no mantenga sus promesas de no favorecer el secesionismo de los uigures, su victoria es presentada como una aparatosa derrota del imperialismo occidental que intentó implantar en tierra afgana un sistema político y social ajeno a la gran mayoría de la población.
Lo que importa a Moscú
Por su parte, Rusia también se ha mostrado condescendiente con los talibanes. Lo que realmente importa a Moscú no es tanto quién gobierna en Afganistán sino el asegurar las fronteras de sus países aliados, Tayikistán y Uzbekistán, y de un país neutral como Turkmenistán. Subraya, al igual que China, que los talibanes son enemigos del Daesh, al que los rusos han vencido en Siria, y que el gobierno de Ahsraf Ghani era tan solo una marioneta de Occidente.
Por lo demás, el régimen talibán ha ganado dos nuevos valedores en el Consejo de Seguridad de la ONU. Quizás Rusia y China no consigan que los talibanes sean excluidos de la lista de organizaciones terroristas de la organización mundial, pero lo que es muy probable que las dos potencias dejen de considerarlos así. Cabe pronosticar que tanto Rusia como China podrán ejercitar su derecho de veto a la imposición de sanciones contra el régimen de Kabul como consecuencia de no respetar los derechos humanos. Esta actitud será siempre justificada en nombre del principio de derecho internacional más valorado por estos dos países: el respeto de la soberanía de los estados y la no interferencia en sus asuntos internos.
Es evidente que hace veinte años las cosas eran muy distintas. Para empezar, China no había adquirido el protagonismo internacional que tiene en la actualidad y fue a finales de 2001 cuando consiguió ingresar en la Organización Mundial de Comercio, con el beneplácito, entre otros, de Estados Unidos. Respecto a Rusia, hay que decir que este país libraba entonces la segunda guerra de Chechenia, iniciada en 1999, y la derrota de los talibanes no estaba mal considerada por un gobierno que aspiraba a que Washington apoyara la lucha contra el secesionismo checheno como un aspecto más del combate contra el terrorismo internacional islamista impulsado por los norteamericanos tras el 11S.
Intervencionismo liberal
La analista Anne Applebaum escribía en The Atlantic una apasionada defensa del intervencionismo liberal de hace dos décadas. Rechaza el derrotismo de aquellos líderes políticos, sobre todo occidentales, que han asegurado en los últimos años que el conflicto de Afganistán no tenía solución militar. Según Applebaum, esto suponía dejar el campo libre a los talibanes. En consecuencia, para combatir la amenaza del terrorismo islamista no bastaría con la diplomacia, las conferencias internacionales o la acción de las ONG. Las democracias deben servirse de esos instrumentos, pero no pueden renunciar al uso de la fuerza militar.
La victoria de los talibanes sirve a China y Rusia para argumentar que Occidente no puede pretender imponer su versión de los derechos humanos
En el fondo, la escritora está haciendo suyo el eslogan “Si no vamos a Afganistán, Afganistán vendrá a nosotros”, que fue utilizado en algunos discursos por Lord Robertson, secretario general de la OTAN. Es evidente que Rusia y China no quieren creer en ese eslogan, y menos aún Estados Unidos, tal y como demostraron los acuerdos de Doha con los talibanes. La realidad es que las voces de los que defienden el uso de la fuerza contra el nuevo régimen afgano, en caso de que no respete los derechos de las mujeres y las minorías nacionales, son minoritarias, aunque el componente emocional está a flor de piel en la opinión pública de los países occidentales.
Los talibanes han ganado la batalla del relato
Los talibanes han ganado además la batalla del relato, que no deja de ser una batalla ideológica. El primer destinario de dicho relato es su propia población. Han librado una guerra contra un invasor extranjero, muy superior en todos los términos, y lo han derrotado.
El relato también tiene el destinatario de las opiniones públicas extranjeras, y en particular la de los países musulmanes, aunque bastantes de sus gobiernos sean aliados de los occidentales. El régimen talibán puede presentar su triunfo como una victoria de la yihad, y de ello habrán tomado buena nota los islamistas del Sahel.
En países en desarrollo los hechos podrían incluso alcanzar la categoría de una victoria en una “guerra colonial”, no muy diferente a las de Argelia o Vietnam en tiempos pasados.
A esto se añade el auge que en medios políticos e intelectuales de Occidente tiene la lucha por la identidad. La victoria talibán es interpretada como un triunfo de la identidad nacional, aunque en este caso sea más de clanes y facciones que de un país consolidado, y de la identidad religiosa, pese a existir diversas formas de entender la religión musulmana. El discurso imperante es el de la identidad y la derrota del colonialismo. La cuestión de los derechos humanos y de la democracia queda en un lugar secundario, sobre todo desde el momento en que potencias como Rusia y China afirman en que hay otros modos de entenderlos, distintos de la democracia liberal occidental.
Por Antonio R. Rubio para Aceprensa