La democracia liberal vive una profunda crisis que afecta a las instituciones de gobierno, todo el Occidente y también América Latina. Desde muchos puntos de vista, certifica el diagnóstico que la cultura de la desvinculación, hegemónica en todas las sociedades que sufren la crisis, debía necesariamente conducir a una situación de este tipo.
El debate sobre la gran crisis del sistema liberal en Cataluña y España, y en menor medida, en todo el mundo, se está haciendo, sobre todo, desde dos perspectivas, la del progresismo liberal y la del liberalismo. Son visiones, no sólo limitadas, sino que parten de las premisas que, precisamente, han conducido a la crisis. Están insertadas en el marco de referencia que precisamente es el causante, un defecto muy acusado en los enfoques liberal progresistas, y también, si bien menos, en el del liberalismo a secas.
A pesar de que no lo expliciten, estas posiciones parten de un implícito común: el mismo que formulaba Fukuyama en “El fin de la democracia y el último hombre“, y que viene a decirnos que la democracia liberal no es una tradición política más, sino el estadio final de todas ellas, el Non Plus Ultra, y que más allá sólo existen tinieblas. De ahí la abundancia de descalificaciones a toda crítica que se aparte del recto camino, una práctica nada extraña para el liberal progresismo.
El mismo The Economist, una de las biblias del liberalismo, se vio en la necesidad de hacer un manifiesto, en diciembre pasado, que comenzaba así:
“El liberalismo hizo el mundo moderno, pero el mundo moderno se está volviendo en contra de él. Europa y América se encuentran en medio de una revuelta popular contra las élites liberales, a quienes se considera autosuficientes e incapaces, o que no están dispuestos a resolver los problemas de la gente común “.
La presunción es notable reduciendo el mundo moderno al liberalismo, pero algo grave debe pasar si la revuelta es popular.
En realidad, lo que estamos viviendo no es tanto una crisis de la democracia, sino la forma en que un determinado liberalismo la ha venido entendiendo. Y esto comprende la gran dimensión económica de la crisis, pero también los maximalismos en los que ha incurrido y que se manifiesta incapaz de revisar. En nombre del liberalismo político todo es procedimental y todo se puede modificar, decretando como se han de educar sexualmente a los hijos en la escuela pública, cómo debe ser el matrimonio, o la inexistencia de toda condición humana del concebido. Pero al mismo tiempo decreta dogmas intocables: la perspectiva de género, convertida en doctrina de Estado, el laicismo como exclusión de la religión del espacio público. En nombre del liberalismo se dictamina cómo deben comportarse las parejas dentro de los hogares, y cómo han de distribuir su tiempo. El Estado desregulariza la economía en nombre de la libertad de mercado, pero interviene dentro de los hogares, de los dormitorios de cada familia. Quiere el Estado del bienestar, pero promueve conductas individualistas que destruyen la comunidad necesaria para que el bienestar exista. Es incoherente con sus propios postulados, y los resultados son las contradicciones inasimilables que le estallan.
Los liberales niegan su responsabilidad en el ascenso de los movimientos il·liberales a base de alinearse de manera acrítica con la globalización. Los liberales han creado las condiciones para el il·liberalismo. Han cometido una especie de suicidio al identificarse con un régimen de globalización que mucha gente en muchos países ya no acepta. Y ha extendido las causas de la disconformidad al alinearse con una fobia anticristiana notabilísima, y al hacerse con la perspectiva de género y el feminismo de la supremacía, el woman power, del “nosotros siempre tenemos razón, toda acusación nuestra es una sentencia”.
El liberalismo ha mostrado su incapacidad para responder bien a dos grandes retos: la ruptura de la solidaridad generacional en perjuicio de los jóvenes, y la crisis ambiental con el cambio climático como principal, pero no único, exponente.
Acusar de autoritaria, fascista, chovinista toda reacción crítica, considerar que una democracia il.liberal es perversa, ciega su comprensión.
Otro liberalismo es posible, el perfeccionista que postula Raz, como autoridad más conocida, la concepción de la doctrina social cristiana en todas sus variantes, el comunitarismo que de Sandel a Etzioni aporta una mirada diferente, o aún más, el de MacIntyre y su articulación aristotélica – tomista – marxiana.
No, no es la democracia la que está en riesgo, sino el liberalismo como es entendido por la mayoría desvinculada, aquel que pone en riesgo las instituciones que hacen posible la democracia.