Cuando un católico debe dejar su partido político. Qué hacer (I)

La Iglesia carece de “aplicadores”, y no solo en economía, sino sobre todo en política

Escribo este artículo movido por la reflexión de un buen amigo periodista, y mucho más joven que yo. Me dijo: “Tú ya tienes una edad, has vivido y visto muchas cosas y has acumulado muchas experiencias como político y católico, ahora debes hacerlas públicas con sinceridad, y para lo que puedan servir”.

Medité sus palabras y llegué a la conclusión, que quizás sí podrían servir a los católicos que tienen vocación política, que incluso la practican, estén en Barcelona, Sevilla o Ciudad de México.

Creo que entiendo bien a las personas que les apasiona la política y se han metido en partidos, y entiendo que muchos sean católicos, vayan a misa y perseveren en un partido que objetivamente, no solo está muy alejado de lo que dice su fe, sino que cada vez resulta más contraria a ella.

Porque esta es una característica de nuestro tiempo, ya que el hecho católico se ha vuelto contracultural y disidente, y se encuentra fuera de la lógica política de quienes están representados en las instituciones, se llamen de izquierdas o de derechas.

En todo caso, digo que no me cuesta entender su vínculo y su reflexión, porque yo en el pasado fui uno de ellos.

Y es que, en definitiva, para un católico la política es -o debería serlo- la más alta forma de servicio, de caridad, porque significa -debería- ocuparse con afán de lo que no es tuyo, sino de los demás; de construir el bien común a través, sobre todo, de la amistad civil aristotélica, digámosle concordia. Bien común, son aquel conjunto de condiciones que hacen posible que cada persona, cada familia realice en todo lo posible sus dimensiones como persona, y que no puede confundirse con otra cosa muy distinta: el interés general.

Esta es mi reflexión para lo que pueda servir.

Debo decir de entrada que lo político y católico en mi vida no han ido totalmente sincronizados.

Abandoné a la Iglesia, como muchos otros jóvenes, cuando tenía 19 años y volví a ella cumplidos los 43, y en un buen momento de mi vida. Hacía poco que Jordi Pujol me había nombrado Consejero de Agricultura en su segundo gobierno, y repetiría en el tercero, hasta que lo dejé.

Empezaba a saber qué teclas tocar y encima producían la música que más o menos esperaba oír. Fue entonces cuando sentí la sensación de que me faltaba algo, y así empezó mi retorno, cuyo detalle ahora no hace al caso.

Mientras tanto, durante todo aquel tiempo, viví intensamente la política, conducido a ella por un escultismo que realmente preparaba y te abocaba al servicio. Y una forma de realizarlo era la política, aunque fuera entonces clandestina. Y así, formé parte de la FNEC en la universidad y de Unió Democràtica y Convergència Democràtica, después. Eran tiempos intensos, vividos en la esperanza.

Pasé por los calabozos e interrogatorio de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, por un Consejo de Guerra y después el TOP. Ingresé en la cárcel Modelo, no pude hacer milicias, me hicieron repetir el Servicio Militar, pero licenciada mi promoción me marché del cuartel por la cara, sin mayores efectos. En fin, hice un recorrido bastante estándar para un opositor a Franco.

Y viví otro momento de intensa emoción y esperanza a partir de 1981, con la Generalitat recuperada, cuando me incorporé a la Presidencia a las órdenes directas de Pujol, como director General de Asuntos Interdepartamentales.

Entonces -y a diferencia de la exuberancia de la administración actual- éramos muy pocos. Todo estaba por hacer y todo era posible. Fui diputado en el Parlament de Catalunya, Consejero Concejal en tres periodos distintos en el Ayuntamiento de Barcelona. Cuando lo dejé, para poder dedicarme a la constitución de la asociación e-Cristians, era el portavoz del Grupo de Convergència i Unió.

Todo esto sirve para decir que he vivido diversos escenarios políticos: el de la oposición (la  clandestina y la democrática) y el del gobierno. He dirigido algunas campañas electorales o he participado en el equipo que las dirigía, he tenido conocimiento de la política internacional de primera mano, si bien de eso hace mucho tiempo, de la mano de UDC y la Democracia  Cristiana.

Y todo lo vivido, y brevemente resumido, me da autoridad moral para afirmar -de paso- que las leyes de la memoria, sea “histórica” o “democrática”, son una estafa. Un estúpido y malévolo intento de formatear la historia, convirtiendo la carne y sangre de los hombres en una mala película de buenos y malos. A la memoria hay que honrarla; no destrozarla.

Para mí, el retorno a la Iglesia y lo que conlleva de oración, confesión y eucaristía, de formación y exigencia moral en las virtudes cristianas, fue un tensor que mejoró en mucho mi capacidad política, me ayudó en el realismo, me impidió caer en el sectarismo ideológico o en el extendido cinismo de partido.

Descubrí el Evangelio, la lectio divina y muchos buenos libros y autores.

Algunos son básicos para mi forma de entender la fe y el mundo: Henri de Lubac, y  Balthasar, Guardini, Newman, Charles Taylor, sobre todo en Las fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, y especialmente Alasdair MacIntyre. Hay algunos más, pero tampoco se trata de extenderse demasiado. Y de una manera especial son importantes, en el sentido de guiar la reflexión práctica, la Doctrina Social de la Iglesia, las encíclicas sociales y este servicio impagable de su Compendio.

Y llegados aquí, una consideración que corresponde más bien al final:

¿Cómo es posible que esta doctrina social, visión, misión y concepción holística vigente y viva, la única que da consistencia a un determinado orden social, tenga tanta academia y tan pocas aplicaciones?

A partir de un momento determinado del siglo pasado, la institución eclesial y los católicos laicos se han desinteresado de ella, aunque los tres últimos papas insistan sobre, por ejemplo, la necesidad de una nueva economía, pero se responde con academia y principios morales que están muy bien, pero no bastan en absoluto.

La Iglesia carece de “aplicadores”, y no solo en economía, sino sobre todo en política.

Esto hace que el pensar cristiano en lo político se acaba convirtiendo en una superestructura, mientras actúan la ideología y el afán de poder. Y esto creo que es así por un temor actual a actuar sobre la realidad, lo que convierte a la política en nuestro país en un espacio donde Dios está proscrito. Pero, ¿cómo es posible?

Volvamos al eje de este texto. ¿Por qué di el paso de dejar la política de partido, que era mi vocación?

Porque llegué a la conclusión personal, y subrayo el carácter subjetivo de la decisión, de que la política había dejado de ser un camino abierto a la ilusión y a la esperanza donde era posible construir, o al menos pensar que era posible hacerlo, dentro del lógico conflicto que la política siempre encierra, para pasar a convertirse en una carrera de intereses personales y partidistas, en el que el diseño de buenas políticas chocaba con el juego de intereses de partido.

Lo dejé, lo diré con palabras grandes, porque entendí que ya no servía para arreglar, para mejorar este mundo. Esto fue justo a finales de siglo.

Ahora todo está mucho peor, incluso presenta ribetes de enloquecimiento, pero esto no quita la necesidad de la política para construir el bien común, y del servicio de los católicos en ella. La política solo tiene sentido en aquella construcción y los católicos laicos tenemos el deber de servir a ella.

Por Josep Miró i Ardèvol para ForumLibertas.com

Deja un comentario