El derecho al aborto como construcción jurídica antihumana

16 de octubre de 2025. Por Josep Miró Ardèvol para Forum Libertas

¿Por qué el aborto puede considerarse una forma de antihumanismo? Porque convierte la vida humana en objeto de decisión, negando su valor intrínseco y subordinándola a la voluntad o al deseo.

Hay debates que parecen cerrados y, sin embargo, delatan una herida profunda en la cultura. El aborto es uno de ellos. No porque no se haya hablado lo suficiente, sino porque se ha decidido de antemano qué puede decirse. Cuando se parte del supuesto de que el aborto es, sin más, un “derecho de la mujer”, el debate queda encerrado dentro de una concepción que ya ha renunciado a interrogarse por lo que es el ser humano.

Hemos de superar ese marco de referencia y substituirlo por el que realmente es acorde con la realidad.  El derecho al aborto es el estadio superior del antihumanismo en nuestra sociedad incluida su secuela eugenésica a gran escala.

Esa renuncia es el signo de un tiempo que ha dejado de pensarse a sí mismo. Vivimos en una época que se autocalifica de “progresista”, pero que ya no sabe qué entiende por progreso. Lo que un día fue la promesa del humanismo —poner a la persona en el centro, reconocer en cada vida un valor sagrado e inviolable— ha sido sustituido por una moral de del deseo, donde este se erige en medida de todo. El resultado es una paradoja devastadora: cuanto más se proclama la libertad, más se niega al ser humano concreto, al más indefenso, al que depende temporal pero absolutamente de otro ser: su madre.

De ahí nace la forma más radical de antihumanismo: la que convierte la existencia humana en objeto de disponibilidad.

El aborto no es una cuestión de fe, ni una disputa partidista. Es un hecho que revela una mutación antropológica: la libertad se ha desligado del bien, y la vida ha dejado de tener valor por sí misma. Lo decisivo no es ya si algo es verdadero o justo, sino si puede hacerse, si alguien lo desea, si conviene. De ahí nace la forma más radical de antihumanismo: la que convierte la existencia humana en objeto de disponibilidad.

Cuando la vida del otro depende del deseo o la oportunidad, el principio de humanidad se desordena desde su raíz. Lo que antes era inviolable se convierte en materia negociable; lo que antes era deber, pasa a ser elección. El hijo concebido ya no es “alguien”, sino “algo”; mejor dicho, ni eso, porque para las leyes del aborto ni siquiera existe como sujeto. ¿Se quiere una mayor arbitrariedad y barbaridad? Lo han convertido en un  problema de “salud” reproductiva; ¡al ser humano! Para poder eliminarlo, primero hay que eliminar su condición como ser.

esos seres humanos abortados solo pueden ser percibidos como “abstracciones” si su realidad ha sido previamente negada.

La columnista Mariam Martínez-Bascuñán lo expresó con brutal sinceridad al lamentar que algunos reformulen el debate “hablando de 106.000 personas abortadas”, pues —dice— “las mujeres que quieren abortar desaparecen, sustituidas por abstracciones morales”. Lo escalofriante no es solo la opinión, sino lo que revela: que esos seres humanos abortados solo pueden ser percibidos como “abstracciones” si su realidad ha sido previamente negada. En esta lógica, la víctima se disuelve para que el victimario no tenga rostro.

Pero esa negación tiene un precio moral incalculable. No se destruye solo una vida, sino la idea misma de humanidad. La madre, en nombre de una autonomía que se ha vuelto autodestructiva, se ve arrancada del vínculo que la constituía como fuente de cuidado y de don. El hijo deja de ser el “tú” que despierta la responsabilidad del “yo”. La libertad, sin vínculo, se convierte en poder; y el poder, cuando se desentiende del bien, acaba por destruir lo que debía proteger.

De esa fractura nace la sociedad desvinculada: una sociedad que ya no reconoce bienes comunes ni deberes compartidos, sino solo deseos enfrentados. Cada uno se convierte en legislador de sí mismo. La comunidad deja de ser un espacio de reconocimiento. En ese clima, los lazos humanos —la familia, la solidaridad, el deber hacia el débil— son percibidos como limitaciones, cuando en realidad son la condición de toda libertad real.

Una civilización que cree que la compasión consiste en evitar el sufrimiento, incluso si el precio es suprimir al que sufre.

El aborto no es, por tanto, un hecho aislado, sino el síntoma más visible de una civilización que ha perdido su orientación moral. Una civilización que llama progreso a su capacidad de eliminar lo que estorba. Que denomina “derecho” al poder de suprimir la vida que depende de nosotros. Que cree que la compasión consiste en evitar el sufrimiento, incluso si el precio es suprimir al que sufre.

El humanismo, en cambio, parte de una afirmación radicalmente distinta: que toda vida humana tiene valor por sí misma, independientemente de su estado, desarrollo o dependencia. Que la libertad humana solo tiene sentido si se ordena al bien. Que la dignidad no se concede ni se gana, sino que se reconoce. Cuando olvidamos esto, el derecho deja de ser universal y se convierte en un campo de voluntades enfrentadas: una lucha entre quienes pueden decidir y quienes solo pueden padecer.

Un orden jurídico que debe negar la existencia del ser humano concebido para justificar su eliminación es un orden que ha perdido su fundamento.

El aborto, elevado a principio, altera la arquitectura misma del derecho. Un orden jurídico que debe negar la existencia del ser humano concebido para justificar su eliminación es un orden que ha perdido su fundamento. Si el derecho puede decidir quién merece ser reconocido como persona, todo límite ha desaparecido. Lo que hoy se niega al no nacido mañana podrá negarse al anciano, al enfermo, al improductivo. La pendiente no es retórica: es lógica.

La cuestión decisiva es, entonces, si la libertad humana puede subsistir sin una idea del bien y del límite.

La cuestión decisiva es, entonces, si la libertad humana puede subsistir sin una idea del bien y del límite. Si la libertad es solo poder, termina destruyendo la condición de su propia posibilidad: la existencia de otros libres. Solo el reconocimiento del otro —de su valor en sí mismo— convierte la libertad en bien común y no en dominio.

Frente al nihilismo suave de nuestro tiempo, urge un nuevo humanismo político y cultural. Una afirmación inteligente del valor de la vida, del cuerpo, de la maternidad, del cuidado. Una antropología del límite, que devuelva sentido a la palabra “libertad”. No se trata de fe, sino de realidad: una sociedad que no protege a su miembro más débil ha perdido el principio de su propia cohesión.

El aborto, más que un drama privado, es el espejo moral de una civilización que ha hecho del poder su medida última. Enfrentarlo no es volver atrás, sino volver a mirar: reconocer que la vida no se fabrica ni se posee, sino que se recibe y se cuida. Ese reconocimiento es la raíz del humanismo, y también su promesa.

Porque si todo puede ser negado, nada tiene ya valor. Pero mientras quede en el hombre la capacidad de decir “toda vida importa”, habrá esperanza de reconstruir la casa común de la humanidad.

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