
26 de agosto de 2025. Por Josep Miró i Ardèvol para Forum Libertas
Se mide la capacidad de un gobierno por el número de leyes que aprueba, sin considerar su calidad, medios, costes de aplicación y consecuencias.
Desde el inicio de la democracia se han aprobado unas 2.500 leyes estatales, a las que debe añadirse todo el cuerpo legislativo anterior vigente, así como la frondosa legislación autonómica. Esto es la base. Sobre ella se alzan los decretos que las desarrollan y que son muchos más, y sin los que la ley se convierte en un edificio sin puertas para entrar y salir, y aún queda una flora menor y más numerosa; la que desciende al detalle de sus aplicaciones: las órdenes y reglamentos. Algunas fuentes refieren un total de 100.000 de estos textos, incluso más. No importa la cifra exacta, solo su crecimiento desorbitado y la nula atención a las supresiones y refundiciones necesarias.
España es un estado leguleyo en el peor sentido de la palabra, tanto que hay un tipo de expresión que resulta difícil de traducir a la mayoría de las lenguas en el sentido que tiene en español: empapelar. ¡Te voy a empapelar! Un giro coloquial amenazador que no requiere explicación, y que nos es tan propio como el Quijote.
La democracia podía corregir esta perversión normativa, pero no lo ha hecho. Al contrario, ha profundizado en ella. De esta manera se mide la capacidad de un gobierno por el número de leyes que aprueba, sin considerar su calidad, medios, costes de aplicación y consecuencias (las memorias parlamentarias que deberían cubrir en buena medida esta misión son una filfa). Nos dicen mucho de la irresponsabilidad de quienes nos gobiernan y de sus opositores.
Se han alcanzado situaciones tan extremas como la de la memoria de la Ley de Dependencia de tiempos del presidente Rodríguez Zapatero. El texto, señalaba una cifra de población dependiente distinta según fuera la página: se aprobó sin ni siquiera reparar en ello, sin saber realmente cuantos dependientes había en España; ni sus costes reales de atención. Es solo un ejemplo, pero ayuda a entender por qué después tanta legislación ha resultado un fracaso en su aplicación.
No hay ningún interés para medir los resultados y aprender de ellos. Lo único que importa es decir que se ha aprobado. El papel todo lo soporta y forma parte de la tendencia española de confundir la ley con la solución, cuando como mucho solo es parte de ella.
Este fracaso de la calidad y de resultados es contraria a la condición necesaria de la riqueza de las naciones, como bien explica la Nueva Economía Institucional (NEI). Está en la base de las grandes catástrofes que vivimos: la Dana de Valencia, el Gran Apagón, los destructivos incendios, la creciente crisis migratoria…
Este es el primer factor a tener en cuenta a la hora del diagnóstico. Solucionarlo requiere una nueva cultura política, una real exigencia cívica y unos medios de comunicación, que no sean tan incapaces como los propios políticos, partidos y gobiernos a los que siguen. ¿Es pedir mucho?
Es obvio, que si este cáncer institucional no se cura, un Pacto de estado como respuesta a la crisis incendiaria no va a resolver nada. Sánchez, practica la patada “balón a seguir” del rugby; chutar hacia adelante para salir de una situación difícil y a ver qué pasa.
El segundo factor atañe a la memoria y es muy sencillo. Es necesario recordar que Sánchez hace siete, ¡nada menos que siete!, años que nos gobierna; por consiguiente, tiene escasas posibilidades de desplazar culpas a un pasado lejano, y si lo hace se encontrará con otro periodo largo del PSOE, el de Rodríguez Zapatero, con el intervalo de Rajoy. En las últimas dos décadas los socialistas han gobernado las dos terceras partes del tiempo.
Siete años es mucho tiempo y lo convierte en responsable principal de lo que sucede, porque podía evitarlo o atenuar el problema si hubiera actuado bien. En realidad, y en relación con las catástrofes, empezando por la COVID-19, solo ha empeorado lo que andaba mal. Y esto, precisamente esto, es lo que mide la utilidad y necesidad de un gobierno, porque cuando las cosas andan sin disrupciones terribles, su papel es más que secundario.
Repasemos antes de llegar a los incendios, aunque sea brevemente, las otras catástrofes recientes:
La Dana de Valencia, no hubiera resultado tan mortífera y destructiva si las obras hidráulicas previstas sobre el barranco del Poyo y su área de influencia, si no recuerdo mal desde hace once años y reiteradamente aplazada por el Gobierno Sánchez, se hubiera realizado. Siete años de dejarlo para más adelante, la última vez en 2023, son fundamento del desastre. La incompetencia de Mazón y su equipo es digna de repudio, pero al mismo tiempo hay que decir que su irresponsabilidad hubiera tenido unas consecuencias modestas, si las obras hidráulicas se hubieran realizado, y a la inversa, sin ellas y actuando la Generalitat con la eficacia esperable, los daños y víctimas hubiera sido menores, pero continuarían siendo terribles. Es difícil entender por qué la juez que sigue esta cuestión ignora este hecho clave, que hasta que se resuelva seguirá amenazando aquel territorio.
El Gran Apagón no se hubiera producido, o en el peor de los casos no hubiera sido un “cero eléctrico”, si el gobierno, Sánchez, la exministra Ribera, que ahora manda en la Comisión Europea (así anda la UE) y la actual responsable y anterior secretaria de estado de Energía Sara Aagesen, hubieran planificado correctamente la generación masiva de renovables junto con la capacidad de almacenar la electricidad producida en este origen, permitiendo así una mejor modulación de su entrega a la red.
La bomba que va cebando la inmigración y la impotencia gubernamental para trasladar unos cientos de menores desde Canarias, es fruto de una insensata y negligente política de un gobierno que vive al día.
Y así podríamos seguir. Pero vayamos a los incendios.
En 2022 se produjo una catástrofe parecida, aunque menor. Se quemaron un poco más de 300.000 hectáreas, y al año siguiente casi 100.000. Está olvidado. Sánchez salió del paso, con un Real Decreto (como ahora con el pacto de estado), que incluso incluía una modificación de la ley de Montes de 2003 y medidas de coordinación con las autonomías. ¿En qué quedo todo aquello? En poco más que nada. Normas para “empapelar”, sin diagnóstico, sin plan, sin control de su cumplimiento. Lo de siempre.
Ahora la Fiscalía de Medio Ambiente investiga la relación entre planes de prevención municipales contra los incendios. No investiga los correspondientes a las CCAA, por una razón fantástica: son una obligación desde los cambios de 2022, pero, mira tú que cosas Sánchez, antes Ribera y ahora Aagesen no han tenido tiempo de decretar las directrices para su elaboración.
Ahora en las filas gubernamentales imperará el relato del Pacto de Estado, que será reclamado por sus palmeros mediáticos, con textos de la IA plagados de palabras del vocabulario que hace al caso. No hagan caso. Escuchen a Ortega: “A las cosas”:
Antes que nada, el cumplimiento efectivo de la normativa que ya existe y la dotación de los recursos necesarios. ¿Para qué más normas si luego no se cumplen? También un buen diagnóstico del que nazca de manera simétrica un buen plan centrado en el ámbito forestal y rural y que además, contemple la extinción con criterios estratégicos claros: 1/ qué debe hacerse para evitar que un foco se convierta en un gran frente y, 2/ cuál es el camino para que si esto segundo sucede, se asegure que se queman unos pocos miles de hectáreas, de 500 a 3.000 como mucho y según el territorio, y no decenas de miles Y por descontado, lo más elemental de todo porque está al alcance: la garantía que ningún núcleo habitado será arrasado por el fuego.
O sea, menos cosmogonía sobre la crisis ambiental y más hechos sobre la realidad concreta. Lo que mató a tanta gente en Valencia no fue exactamente la Dana, sino no haber hecho lo que se sabía necesario. La normativa sobre incendios del 2022 ha quedado en papel mojado. Y ahora viene con un Pacto de Estado. “A las cosas, señores a las cosas”.
Josep Miro i Ardèvol. Exconsejero de Agricultura de la Generalitat de Cataluña (junio 1984– diciembre 1989). Autor del Programa Foc Verd, y del Plan de prevención contra los grandes incendios forestales (1999).