EL ODIO AL HOMBRE

Creo que ha llegado el momento de liberar al hombre de este odio hacia todo lo que ha recibido. Para ello es preciso descubrir la verdadera naturaleza de nuestra libertad, que se desarrolla y se fortalece si se acepta la dependencia por amor. De hecho, todo amor crea una relación que es un vínculo, un don, una libre dependencia del objeto de nuestro amor.

¡Qué confortador es saberse heredero de un linaje humano en el que los hijos nacen como el fruto más hermoso del amor de sus padres! ¡Qué fecundo es saberse deudor de una historia, de un país, de una civilización! No creo que haya que nacer huérfano para ser verdaderamente libre. Nuestra libertad solo tiene sentido si alguien distinto de nosotros le da un contenido gratuitamente y por amor. ¿Qué sería de nosotros si unos padres no nos enseñaran a caminar y a hablar? Heredar es la condición de una libertad auténtica.

¿Qué sentido tendría la libertad de un hombre privado de una naturaleza recibida? En el fundamento del odio del hombre está ese rechazo a reconocerse criatura. No obstante, nuestra categoría de criatura es nuestro mayor título de gloria y la condición fundamental de nuestra libertad.

En la raíz de la condición humana se halla la gozosa experiencia de que no estamos en el origen de nuestro ser; que no somos creadores de nosotros mismos; que ya antes de que existiéramos fuimos queridos y amados. Es una experiencia matriz: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre” (Is 49,1). Estoy plenamente convencido de que esta certeza fundada en nuestra experiencia se encuentra en la raíz de cualquier civilización. Sin ella, privados de nuestro origen, estamos condenados a crearlo todo con nuestras propias fuerzas. Quedamos reducidos al estado de nómadas que deambulan por la existencia, arrojados al mundo por el azar de una evolución ciega.

En este mundo, para construir una vida sólida tenemos que relacionarnos con los otros. Nuestra libertad no está hecha para dar un sí temeroso y suspicaz a los demás, sino para decirles sí y comprometerse con vínculos permanentes de confianza y amor. El arquetipo de este acuerdo es el matrimonio por el cual un hombre y una mujer, aceptando su naturaleza esencial de seres sexuados, toman conciencia de que se necesitan el uno al otro y deciden darse para siempre. Es significativo que el hombre moderno se haya vuelto  casi incapaz de un compromiso total. Se queda literalmente paralizado por el miedo ante esta perspectiva que implica la confianza en sí mismo y en el otro.

¿Quién se va a comprometer para toda la vida si sospecha a priori que el otro no quiere su bien? La suspicacia frente a la bondad y el amor de un Dios creador se ha difundido en toda la sociedad humana como un lento veneno paralizador. Ahora toda relación suscita temor. El compromiso por amor se considera una locura peligrosa. Día a día va ganando terreno una soledad distante.

Aún hay otro elemento en ese odio de todos contra todos. Si, para desarrollarse, nuestras libertades deben colaborar, es necesario que compartan una medida, un orden común justo y objetivo que las preceda. Y si la única medida de nuestras acciones es una ley positiva impuesta por la voluntad de una mayoría, nos veremos constantemente obligados a inclinarnos ante lo que nos es extrínseco y nos viene impuesto desde fuera. Por eso, toda sumisión a un orden, se considera una esclavitud que hemos de consentir en nombre de la necesidad de vivir juntos. Está disposición interior nunca logrará hacernos felices. No edificará una sociedad pacífica y justa. Ante esta situación, el corazón del hombre acaba habitado por una rebeldía latente y un hondo resentimiento, los motores secretos de una voluntad permanente de traspasar los límites. Ya que estamos obligados a que el poder político nos someta a la ley civil, alimentamos la realidad de nuestra libertad experimentando todas las transgresiones morales, ampliando todos los límites de nuestra naturaleza.

Este resentimiento hacia la ley impuesta, hacia la naturaleza recibida, ha generado lo que llamamos las “evoluciones sociales”. Cuando más dura y más represiva es la sociedad de mercado globalizada a la hora de imponer sus leyes, más tentados se sienten los hombres de demostrarse que siguen siendo libres mediante la transgresión de la ley natural heredada y la negación  de cualquier noción de una naturaleza recibida. Está lógica es un callejón sin salida que conduce  al odio hacia uno mismo y a la autodestrucción de nuestra naturaleza, cuyas encarnaciones más recientes son la ideología de genero y el transhumanismo.

En este sentido, es esencial redescubrir la noción de naturaleza como la condición para el desarrollo de nuestra libertad. De hecho, ¿a qué nos referimos cuando mencionamos el concepto de ley natural? Nuestros contemporáneos la entienden como una esclavitud impuesta por un Dios al que consideran el rival de nuestra libertad. ¡Es un error funesto! La ley natural no es más que la expresión de lo que somos esencialmente. Es, en cierta manera el modo de empleo de nuestro ser, las instrucciones de nuestra felicidad.

¡Dios y el hombre no están enfrentados en un duelo de poder por el control del mundo! Dios Creador quiere ayudar al hombre a autogobernarse. La ley natural es, en cierto modo, la gramática de nuestra naturaleza. Basta con escudriñarla con buena voluntad y agradecimiento para descubrirla.

Robert Sarah

“Se hace tarde y anochece”

Ed. Palabra

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