Elección de Trump (y 2): el sistema electoral nunca es neutro, pero… ¿quién le pone el cascabel al gato?

No existe ningún sistema electoral perfecto: a veces la incorrección se ha hecho a propósito porque quienes redactaron y aprobaron la ley ven que les favorece

El sistema electoral norteamericano ha permitido que Donald Trump ganara las elecciones a pesar de que en el conjunto del país obtuvo menos votos que Hillary Clinton. La elección del presidente de los Estados Unidos se hace por los llamados “votos electorales”. Quien gana en un Estado se lleva todos los votos electorales que corresponden a aquel Estado.

Tras las elecciones, numerosas manifestaciones se han producido en diversas ciudades bajo el lema de “He is not my President”, y algunos han exigido que lo sea Hillary Clinton por haber obtenido más votos. En estos últimos días, además, algunos sectores demócratas a partir de una iniciativa de los ecologistas están forzando al recuento planteando un posible fraude informático.  No entramos en ello. Ya se verá la solución.

No hay sistema neutro… ni perfecto

No existe ningún sistema electoral perfecto. A veces la incorrección se ha hecho a propósito, de manera estudiada, porque quienes redactaron y aprobaron la ley ven que les favorece. En otras ocasiones quizás no hubo una directa intencionalidad, pero no resulta totalmente neutro en sus resultados.

Así, puede parecer que el sistema más equitativo y exacto sería el de una lista única para todo un país, de forma que se aplicara de forma estricta una persona-un voto. El más votado sería el ganador, y por ello el futuro presidente. Pero en un caso como este las zonas de poca población quedarían de facto subsumidas, poco menos que desaparecidas en lo global, que estaría totalmente en manos de las grandes áreas urbanas. Por ello, casi sin representación los más abandonados, los que pueden estar más deprimidos. Y también sin representación los partidos que solo tienen implantación en una determinada parte del país.

Si se hacen correcciones, de forma que se compense con una discriminación positiva  a las zonas con menos población, se cae en que no hay igualdad en el valor de un voto emitido en un lugar u otro.

Esto se da en España, por ejemplo con el Senado. Todas las provincias eligen el mismo número de senadores, pero algunas pueden tener diez veces más población que otras. O en el caso del Parlamento catalán, se prioriza a las provincias con menos población, Girona, Tarragona y, sobre todo, Lleida, en detrimento de Barcelona. Porque si se hiciera exactamente proporcional según población, esta última se llevaría casi todos los representantes. Pero se da la circunstancia de que este sistema que corrige la desproporción demográfica favorece a partidos que tienen mucha implantación en zonas rurales, en detrimento de los que su mayor peso radica en el área metropolitana de Barcelona.

La distribución por provincias u otras circunscripciones electorales de menor dimensión favorece a unos y perjudica a otros. Así, la ley electoral española, con circunscripción provincial, ha favorecido a los grandes partidos –que hasta hace poco eran solo el PP y el PSOE-  y a los partidos nacionalistas que concentran voto, mientras perjudicó a los que tienen voto disperso aunque su suma sea importante. El caso más paradigmático a lo largo de décadas ha sido el del Partido Comunista de España (con el PSUC o ICV catalán) que tenía habitualmente muy pocos diputados en el congreso -solo un par en algunas legislaturas- a pesar de sumar en total más del doble de votos que CiU, que podía alcanzar unos 15 diputados, y seis o siete veces más votos que el PNV, que lograba 5 o 6 diputados. Ello era consecuencia de que los partidos nacionalistas concentran todo su voto en muy pocas provincias, en tanto que el PCE tenía voto disperso por las 52 circunscripciones (incluyendo Ceuta y Melilla).

Otros que salen perjudicados por muchos sistemas electorales son los partidos pequeños, ya que se exige unos porcentajes mínimos de votos –que suelen ser el 3 o el 5 por ciento- para tener representación parlamentaria. Ello tiene el objetivo de evitar una gran fragmentación de las Cámaras y, en consecuencia, hacer difícil la gobernabilidad. Pero lo cierto es que beneficia a los partidos grandes y perjudica a los pequeños.

Los sistemas mayoritarios muchas veces favorecen a uno u otro partido, y de forma similar se dan casos con el sistema proporcional.

En Estados Unidos, el sistema de “votos electorales” favorece a unos más que a otros. En este caso a Trump sobre Clinton. En otros puede ayudar más al Partido Demócrata que al Republicano.

Por todo ello es muy difícil hacer o reformar una ley electoral. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Porque todos los partidos sacan la calculadora para detectar si les favorece o perjudica. Y, matemáticamente, como el número total de diputados a elegir es fijo, lo que favorece a unos perjudica a otros. En Cataluña hace décadas que se plantea hacer una nueva ley pero no ha salido. En la española se han propuesto reformas, y tampoco.

Aceptar las reglas del juego… o cambiarlas, pero antes

El activismo pro Clinton ha salido masivamente a la calle diciendo que Trump no es su presidente, y esgrimiendo como argumento que aquella globalmente tuvo más votos.

No tienen razón. Hay unas reglas del juego que hay que aceptar. A título personal puedo afirmar que varios de los presidentes que ha tenido España y Cataluña en las últimas décadas tampoco me han entusiasmado o incluso a alguno lo he considerado un desastre nacional, pero en modo alguno puedo argumentar que no vale la votación que le llevó a la presidencia. Cualquier ciudadano podría decir lo mismo.

Si se considera que las reglas del juego son inapropiadas o injustas hay que cambiarlas. No son algo inmutable ni de derecho natural. Pero deben cambiarlas antes de las elecciones, no negarse a aceptarlas si los resultados de unos comicios no gustan.

En el caso de Estados Unidos, si muchos consideran inadecuado el sistema electoral deben promover su cambio a lo largo de esta legislatura para aplicarlo en las elecciones previstas para dentro de cuatro años, pero no para las ya realizadas.

Por Daniel Arasa

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