23 de octubre de 2025. Por Rafael Orozco para Forum Libertas
Una reflexión crítica sobre el papel de la inteligencia artificial en la educación. ¿Estamos formando personas libres y pensantes o delegando el alma del proceso educativo en las máquinas? Un llamado a recuperar el sentido humano y ético de enseñar en tiempos digitales
Vivimos un tiempo apasionante. La tecnología, como una ola imparable, está transformando todos los aspectos de nuestra vida, también –y especialmente– la educación. La irrupción de la inteligencia artificial generativa ha sido saludada por muchos como un auténtico regalo del cielo: productividad, creatividad instantánea, personalización del aprendizaje, ahorro de tiempo… ¿Qué más se puede pedir?
Y sin embargo, desde mi posición como docente, no dejo de sentir una inquietud creciente. Algo se nos está escapando. Lo noto cada vez que escucho hablar de estas herramientas como si fueran oráculos inapelables, o cuando se anima a los docentes a integrarlas sin un análisis serio de sus implicaciones.
¿Realmente sabemos lo que estamos introduciendo en nuestras aulas? ¿Hemos discernido, como comunidad educativa, si lo que promete esta tecnología es compatible con la tarea de educar en humanidad, en verdad y en libertad?
No soy enemigo de la tecnología, al contrario. Sería absurdo en pleno siglo XXI. De hecho, dedico buena parte de mi tiempo a reflexionar sobre cómo aprovechar sus potencialidades en el ámbito escolar.
Pero hay una diferencia entre utilizar la tecnología como herramienta y entregarle el alma de la educación. Y me temo que con la inteligencia artificial corremos ese riesgo.
Las promesas son muchas: correcciones automáticas, planes de clase instantáneos, asistentes virtuales que generan textos impecables en segundos. Pero me pregunto: ¿no estamos confundiendo la educación con la producción de resultados? ¿No es precisamente en la dificultad de redactar un primer borrador, en el esfuerzo de organizar ideas, en la lucha interior entre la pereza y el deseo de hacer las cosas bien, donde se fragua la virtud del estudiante?
La pedagogía cristiana nos enseña que educar es acompañar en el crecimiento integral de la persona, no sustituir su esfuerzo.
Es enseñar a pensar, no a repetir; a buscar la verdad, no a conformarse con respuestas rápidas. La inteligencia artificial puede ayudarnos, sin duda, en tareas repetitivas o administrativas. Pero cuando la usamos para pensar por nosotros, estamos deseducando.
Además, no podemos obviar que esta tecnología no es neutral. Está alimentada por datos que arrastran sesgos ideológicos y culturales. Sus “respuestas” no son fruto de una razón moral, sino de un cálculo estadístico. Y sin embargo, tendemos a otorgarles una autoridad casi humana.
Es lo que algunos expertos llaman el “efecto Eliza”: cuando un texto generado automáticamente nos parece tan bien formulado que le atribuimos juicio y criterio, olvidando que no hay pensamiento real detrás.
Y esto nos plantea una pregunta inquietante:
¿Qué pasará cuando nuestros alumnos confíen más en la “voz” de la inteligencia artificial que en la del profesor, en la del Evangelio o en la de su propia conciencia?
¿No estaremos renunciando a formar ciudadanos libres, críticos, con capacidad de discernimiento?
Como cristianos, sabemos que el hombre ha sido creado para la verdad y el bien, y que su dignidad no puede ser reducida a un algoritmo. El pensamiento, la deliberación moral, el arte de decidir entre el bien y el mal, no se pueden delegar a una máquina. Son el terreno sagrado de la libertad humana, donde Dios mismo nos llama a colaborar con Él en la obra de la Creación.
No se trata de demonizar la inteligencia artificial, sino de ponerla en su lugar.
Que nos ayude, sí, pero sin sustituirnos. Que nos apoye, pero sin adormecer nuestro juicio. Que nos libere tiempo, pero no nos robe el alma.
La educación no puede convertirse en una sucesión de atajos digitales. No hay algoritmo que sustituya el encuentro humano, la palabra dicha con amor, el gesto de corrección que edifica, la espera paciente ante el proceso de maduración del alumno. Porque educar –como enseñar, como amar– exige tiempo, presencia, y una verdad que no se puede automatizar.
En estos tiempos de aceleración tecnológica, quizá sea el momento de redescubrir la lentitud fecunda del trabajo bien hecho, de la escritura con borradores, de la lectura atenta, del diálogo real. Porque ahí, en lo aparentemente ineficaz, en lo no espectacular, es donde se da el verdadero aprendizaje. Y, con él, la verdadera formación del corazón.
Porque como decía mi admirado San Pedro Poveda: “Nuestra regla es hacerlo todo de corazón”.
