El acto tenía mucho de hipocresía porque se homenajeaba solo a una parte de los muertos de la pandemia, los justos para no llegar a la cifra de 30.000
El pasado 16 de julio se celebró el homenaje de estado a los muertos por la pandemia Covid-19, en el patio de armas del Palacio Real, sobre el que escribía un periodista, siempre generoso con el gobierno, Enric Juliana, en estos términos: “fue un acto en un patio cuadrado, acto redondo”
Se celebraba la unidad, con escasas excepciones “…acudió hasta Torra”, el tono de solemnidad contenida, las rosas blancas que contrastaban con el negro, los versos de Octavio Paz, recitados por Jose Sacristán. El editorial de El País del día siguiente lo resumía en un “saber estar”, “una demostración práctica de una coherencia del saber estar”. Pero también apuntaba a lo que para algunos era el meollo del asunto “una ceremonia laica sin precedentes”, y por fin otros, como Josep Ramoneda, se sinceraban “¡Por fin, la Iglesia católica pierde el monopolio institucional de la despedida de los muertos!”. Acabáramos. Todo el discurso puede resumirse en este punto: el estado es el único que tiene la autoridad y la representación para homenajear a los muertos.
Nadie cuestiona que el estado haga tal cosa, pero sí que lo haga bajo el imperio de la confusión. Pero, vayamos por partes.
Primero, los muertos. El acto tenía mucho de hipocresía porque se homenajeaba solo a una parte de los muertos de la pandemia, los justos para no llegar a la cifra de 30.000, gracias a las habilidades desacomplejadas del doctor Simón.
Resulta extraño que cuando tanto esfuerzo se despliega en nombre de la memoria histórica, para dar nombre y apellido a los muertos de la Guerra Civil, no se practique el mismo criterio con aquellos que en el acta de defunción aparece la enfermedad, pero al gobierno no le da la gana de contarlos, porque no les hizo uno de sus escasos diagnósticos PCR. En realidad, como escribió alguien tan poco sospechoso de no alinearse con el “gobierno progresista”, como es Josep Ramoneda, “cuesta creer que el homenaje no fuera a mayor gloria de las instituciones”. Seamos más directos: a mayor gloria del estado, y más exactos, del gobierno del estado.
Y es que en la ceremonia hubo un gran ausente, Dios. Porque que fuera laica, no significa que sea un acto sin Dios, como así fue: laico significa que ninguna confesión está especialmente representada, pero no que la referencia al Creador, en quien se fundamenta la fraternidad humana, sea ocultada. “Dios no existe” viene a proclamar el “acto redondo”, y “si existe, no nos importa”. Entonces no se trata ya de una ceremonia laica sino atea, que es algo muy distinto. Y eso es lo que ha llevado a cabo el gobierno ante la estulticia de demasiados.
El carácter laico, aconfesional, no es sinónimo de prescindir de Dios; si nos apuran ni siquiera de las diversas creencias, sino que significa que ninguna de ellas asume el protagonismo, que es independiente de toda confesión religiosa. Creer en Dios es una consecuencia de participar en una confesión religiosa, aunque no todas las confesiones religiosas se refieren a Dios, como en el caso del budismo. Pero también mucha gente cree en Dios al margen de toda confesión. En realidad, Dios, especialmente en la muerte es el común denominador de la sociedad, que por cierto hay también que señalarlo no es laica, sino plural.
La laicidad ha ido deslizándose progresivamente hacia la negación del Creador, y ese es un grave problema, porque Él es la última razón de la fraternidad humana, y el principio de toda esperanza para la mayoría de los que mueren, y para la mayoría de los que sufren con su pérdida. Una ceremonia inclusiva es aquella en la que todos se sientan religados con Dios, sin negar el testimonio a quienes no creen en Él. Este sí es un enfoque de estado laico. Lo que se hizo posee una sola evidencia, que es el ateísmo.
El estado persigue tener la exclusiva sobre la muerte y no solo sobre la vida, y para ello se convierte, substituyendo a Dios, en la última razón. El homenaje es un enaltecimiento al estado, y de esta manera imitamos cada vez más la lógica imperial romana que los estatistas de derechas y de izquierdas siempre han añorado. Un estado ateo.
Los cristianos, como antaño y como siempre, no podemos colaborar en este ateísmo de estado. Sí que compartimos plenamente el hermanamiento con todos los muertos desde las distintas creencias, pero no podemos compartir el rechazo de Dios.
POR FORUM LIBERTAS
La Constitución, la Ley, nos dice que España es aconfesional. El Sr. Pedro Sánchez, “Arrima el ascua a su sardina”, el día que explicarón en la escuela el significado de aconfesional, ¿ no fue a clase o eso parece? ¿Hay que ser coherente y practicar lo que se predica? ¿Dónde está la neutralidad?
Siempre ha sido necesario implicarse en la cosa pública, sabiendo que Dios es vencedor.