La clase trabajadora –aquellos sin un título universitario– se ha convertido en un sector de votantes codiciado por la izquierda y la derecha. Pero esos a los que una y otra dicen representar, no creen que les estén tomando en serio. Dos think tanks les dan la palabra.
Chris Arnade dejó atrás su carrera de bróker en Wall Street para conocer y contar cómo viven los estadounidenses de “la última fila”, como llama a quienes carecen de voz en la vida pública, en contraste con los de la “primera fila”: políticos, periodistas, empresarios… En su periplo por el país, le llamó la atención el interés que siempre mostraban sus interlocutores: “Al regresar a casa, mi móvil se iluminaba con mensajes que preguntaban: ‘¿Ya has publicado mi historia?’; ‘¿Dónde puedo leerla?’; ‘Por favor, en cuanto la publiques, envíame un enlace. Mi madre quiere verla’”. Lo cuenta en el prólogo de The Edgerton Essays, una colección de artículos escritos por personas de clase trabajadora.
De aquellos encuentros sacó una certeza: “La gente quiere ser escuchada, especialmente la gente que rara vez es escuchada. Y la mayoría de los estadounidenses muy pocas veces son escuchados. En cambio, a unos pocos elegidos se les escucha todo el tiempo, una y otra vez. (…) Nosotros, la clase de los expertos (entre los que me incluyo), parece que nunca callamos. Escribimos un artículo de opinión tras otro, vamos a un programa de televisión tras otro, sometemos al resto del país a nuestras opiniones sobre cualquier asunto, incluidas las que se refieren a lo que piensan los estadounidenses y –nuestro tema favorito– lo que deberían pensar”.
El objetivo de los artículos, publicados por el American Compass y el Ethics and Public Policy Center, es precisamente ampliar la conversación pública con nuevas voces: las de un camionero, una contable, un skater, un exmarine, una gerente de un albergue para personas sin hogar…
Brecha de preocupaciones
En The Edgerton Essays hay opiniones incómodas, expresadas sin filtro, como dice el director del proyecto, Patrick T. Brown. Y dada la diversidad del grupo, el resultado es heterogéneo: por ejemplo, la mayoría pide más prestaciones sociales, pero no faltan los que quieren al Estado fuera de sus vidas. Los participantes hablan de deseos y necesidades, no de políticas públicas. Estas las dejan a los expertos. Lo que sí les piden es que, al diseñarlas, tengan en cuenta que no todos viven en “su” mundo.
A los estadounidenses de “primera fila” puede parecerles que el texto rezuma populismo. Y es verdad que apelar a la “América real” –como si el resto no lo fuera– es un argumento fácil. Pero el conjunto es elocuente. De entrada, recuerda que el malestar que dio origen a la crisis de representación sigue vivo y coleando. Además, expone una brecha de preocupaciones: una cosa es lo que quita el sueño a las familias de clase trabajadora, y otra lo que motiva a los ideólogos, los activistas o los donantes de los partidos.
Lo decía Arnade en una entrevista: las diferencias más profundas entre los que están al mando y el resto guarda relación principalmente “con la forma de ver el mundo, con lo que consideramos que es valioso y que nos da sentido”. Por eso, los de la “primera fila” tienen que dejar de ver a sus conciudadanos como gente a la que salvar con la visión correcta del mundo, y empezar a verlos como personas “a las que escuchar como iguales”.
Hay un desajuste grande entre lo que los ciudadanos esperan de la política y lo que esta hace por mejorar sus vidas
“Las madres merecen ser cuidadas”
¿Qué pide la clase trabajadora a los dirigentes políticos? Cosas muy concretas. Se ve muy bien en el terreno de la política familiar, donde las necesidades más acuciantes tienen poco que ver con las reivindicaciones identitarias. Algunos ejemplos:
A Mary Thompson, madre de seis hijos y separada, le gustaría tener a sus padres en casa. Así podrían ayudarse unos a otros. Pero las cuentas no les salen. Por eso, pide beneficios fiscales para quienes se hacen cargo del cuidado de familiares mayores, y más opciones de vivienda que permitan a las familias extensas vivir bajo el mismo techo.
Bianca Labrador, casada y madre de tres hijos, cree que la política familiar debería empezar por el apoyo a las madres; sobre todo, en las semanas siguientes al parto. Por un lado, lamenta que solo tuvo dos semanas de permiso en el trabajo; y su marido, dos días. Por otro, recuerda lo mal que lo pasó como madre primeriza: durante el embarazo, la atención médica es continua; pero en el posparto, cuando se junta el agotamiento con la falta de experiencia, esa atención disminuye. De ahí que proponga un sistema de apoyo a la maternidad, que incluya permisos más generosos y atención domiciliaria por parte de matronas o asistentes sociales. “Las madres en EE.UU. merecen ser cuidadas”, dice.
Dorothy Ramsey, viuda de 72 años, se ha buscado un empleo a tiempo parcial para ayudar económicamente a su hija y sus dos nietos, ambos con discapacidad. La hija, enferma de cáncer, no encuentra trabajo y arrastra una deuda estudiantil de 62.000 dólares. Los nietos reciben ayudas por su discapacidad, pero carecen de los servicios y la formación que les garantice cierta independencia. Además, la abuela se queja de las dificultades burocráticas. “¿Serían conscientes los políticos de la insuficiencia de estos fondos [para la dependencia] –pregunta– si fueran sus familiares los que sufren las consecuencias?”.
Gobernar sin disimulo
Otro tipo de demandas se centran en la manera de hacer política. Guy Stickner pide a los representantes públicos que no hablen al resto de ciudadanos “como si fueran idiotas”. Y, en su opinión, eso pasa por responder a las preguntas que les formulan –a menudo “basta un simple sí o no”–, asumir responsabilidades, cumplir promesas, etc.
Sheila Wilkinson exige a los políticos que dejen de crispar los ánimos con polémicas interesadas, y que se esfuercen por mejorar el debate público. Entre otras cosas, eso supone decir “la verdad, toda la verdad sin editar” y poner a disposición del público los datos que citan; mostrar a las claras cuáles son sus razones para apoyar o rechazar una ley decisiva; explicar a dónde quiere llevar al país y cómo piensa hacerlo, etc.
A Gord Magill no le preocupan tanto las diferencias de ingresos entre el 1% más rico de la población y el resto –un asunto que puso de moda el movimiento Occupy Wall Street–, como la carga de trabajo extra que genera al 80% de los empleados el 20% “de los que gastan gran parte de su tiempo en reuniones”.
Más que demandas concretas, algunos artículos expresan gritos de frustración. Otros muestran una fe excesiva en la capacidad del Estado para resolver todo tipo de problemas. Pero el diagnóstico es unánime: hay un desajuste grande entre lo que los ciudadanos esperan de la política y lo que esta hace por mejorar sus vidas.
Por Juan Meseguer para ACEPRENSA