Seré un bicho raro, pero hay cosas que, a pesar del paso de los años, sigo sin acabar de entender. Por ejemplo, la incapacidad que demostramos, con demasiada frecuencia, para aprender de nuestros errores (¡ojalá sólo tropezáramos dos veces con la misma piedra!), para sacar las mínimas consecuencias de nuestros fracasos.
Parece de sentido común: realizas una acción para conseguir un resultado y sucede lo contrario. Bueno, quizás no lo hemos analizado todo, se nos han escapado detalles, la ejecución no ha sido todo lo acertada que debiera… Lo probamos de nuevo, y de nuevo fracasamos estrepitosamente. Insistimos una tercera vez y por tercera vez fracasamos. ¿Y seguiremos insistiendo? ¿Hasta cuándo?
Pensaba en esto, en cómo las mentes aprisionadas en una ideología reductora pueden ignorar la realidad y estrellarse una y otra vez contra el mismo muro, con nula capacidad no ya de autocrítica, que también, sino del más básico análisis causa-efecto. Y así hasta el infinito.
Siempre, eso sí, contentos y sonrientes porque nosotros somos los buenos y estamos en el lado adecuado de la historia, por mucho que hagamos la vida un poco más desagradable a todos los que nos rodean (en ocasiones, incluso somos capaces de convertir este mundo en un infierno para los demás).
Un ejemplo muy evidente de este curioso fenómeno es lo que llaman violencia de género. Como estos días son fechas para hacer balance, encontraba este titular que resumía el estado de esta cuestión: “866 muertas en 13 años, récord de llamadas al 016, 40 fallecidas en un año, más de 53.000 mujeres maltratadas… y lo que no se sabe al no existir denuncia”.
Más allá de la precisión de las estadísticas o de lo absurdo que es que se dé enorme importancia (que la tiene) a los casos en los que el agresor es hombre y la víctima mujer, mientras que cuando es al revés se imponga el silencio, lo cierto es que parece que nuestra sociedad tiene aquí un grave problema.
Son cada vez más los hombres que no respetan a las mujeres, que no tienen reparos a la hora de maltratarlas. Y eso en un país como España que tiene una de las leyes más duras al respecto y a la ingente cantidad de recursos que se destina a campañas de concienciación y de educación en los colegios.
Endurezcamos aún más la ley, invirtamos más en campañas de sensibilización, son la reacción a cada nuevo dato que demuestra la persistencia de este problema. Nada de analizar si las medidas que hemos impulsado van en la buena dirección o no; plantearlo te convierte, automáticamente, en un peligroso machista, un lacayo del heteropatriarcado y unas cuantas descalificaciones más (que, por cierto, asumo que me van a adjudicar tras escribir estas líneas).
Josep Miró i Ardèvol hace años que analiza estas cuestiones, encontrando, con datos en la mano, que la probabilidad de sufrir una agresión machista cae en picado en caso de matrimonio.
Escribía Miró que “los homicidios de la pareja están estrechamente correlacionados con tres situaciones concretas: el vivir como pareja de hecho, con una prevalencia nueve veces mayor que en el matrimonio; el ser mujer emigrante; y la causa que está en la raíz de las otras dos: la ruptura. Los homicidios se producen después, durante, o en la fase previa de la ruptura de relaciones, y esto explica la característica de las parejas de hecho, porque su duración es mucho menor que el matrimonio. Las inmigrantes, en tanto en cuanto son mujeres solas que se emparejan aquí como parejas de hecho, dan lugar a su mayor presencia como víctimas, más que en razón de su condición emigrante.
Y continúa: “Esta es la etiología evidenciada por la cifras, la causa principal de los feminicidios de pareja, lo que sucede es que esta realidad es contraria a la ideología dominante”. En efecto, ¿nos plantearemos políticas que favorezcan que las parejas que conviven se comprometan dando el paso que los llevará al matrimonio?
Con la estadística en la mano sería la medida más eficaz para disminuir la violencia machista, pero claro, la ideología dominante ha descartado de entrada esa posibilidad. Faltaría más: por encima del bien de las personas concretas está el progreso, la lucha contra la familia tradicional, el heteropatriarcado y no se cuántas zarandajas más.
Pensaba en esto mientras leía un libro de Chesterton que compré en mi último viaje a Argentina (se titula Cien años después, publicado por editorial Vórtice, y recoge artículos publicados en The Illustrated London News). En un artículo de 1908 titulado Las anomalías de la política inglesa, encuentro la siguiente reflexión:
“No le produce ningún bien material a una mujer que un hombre se quite el sombrero delante de ella, pero esto les ha evitado a las mujeres, en general, muchos ataques con bastones. Cuando se ha acostumbrado a los hombres a lo que es mentalmente incorrecto, se los ha medianamente acostumbrado también a lo que es moralmente incorrecto. Denme 50 años de cualquier anomalía que yo elija y voy a poder soportar muy fácilmente todas las injusticias que quiera.”
Como siempre, Chesterton da en el clavo. ¿Quieren reducir de verdad la violencia machista? Enseñen a los chicos a respetar a las mujeres hasta extremos ridículos si quieren: que cedan el paso, que se quiten la gorra a su paso, que incluso el alzarles la voz tenga como consecuencia la censura de todos los que rodean al muchacho que ha osado dirigirse así a una dama. Pero claro, todo esto es demasiado heteropatriarcal.
Mejor enseñémosles que no hay diferencia alguna entre sexos, que pueden tratar a su novia como tratan a sus colegas y, sobre todo, que nuestros deseos deben ser tratados como derechos y que nada ni nadie debe interponerse en su realización. Y luego no se lamenten cada vez que las noticias se abren con una nueva mujer asesinada, se trata sólo de un daño colateral en el glorioso camino hacia una sociedad progresista y de género.
Por Jorge Soley en Ideas con Consecuencias, FORUM LIBERTAS
Puede que en realidad todo esto se haya montado para otros intereses más oscuros. Hay quienes solo velan por sus negocios. Y este parece ser un negocio rentable.