EL MATRIMONIO GARANTÍA DE LAS RELACIONES FAMILIARES

Si la familia es una institución capaz de cumplir las vitales funciones que veíamos anteriormente, es porque se fundamenta en un cimiento excepcional: sólo el pacto matrimonial es capaz de crear esos lazos familiares tan fuertes; sólo la entrega mutua incondicional y permanente de los cónyuges puede servir de base al resto de la construcción familiar. Sobre la mera relación de hecho —continuidad, no fidelidad— no puede construirse el complejo entramado familiar que coadyuva al bien común. Esta base sobre la que se sustenta la familia es tan importante, que sin matrimonio la familia no existe. Cualquier otro tipo de compromiso no tendría la fuerza suficiente como para sustentar una institución tan importante. ¿Cómo crear los vínculos de afecto y entrega sin límites que deben regir las relaciones entre todos los miembros de la familia, si ya en el pacto fundacional —unión de la pareja— ponemos límites al compromiso o ni siquiera existe compromiso? Así lo sigue entendiendo la mayoría de los españoles, cuando manifiestan en un 70% que el matrimonio es la mejor forma de unión (encuesta del CIS de fecundidad y familia en España).
Otras ventajas de la unión matrimonial como cimiento de la familia son la estabilidad económica que aporta a sus miembros y la mayor adaptación social de los hijos, concretada en su rendimiento escolar y salud psíquica. La probabilidad de violencia doméstica es muy superior entre las parejas de hecho (13%) que en los matrimonios (4%). Con respecto a los hijos, vivir con un padrastro o madrastra es el factor más frecuente de malos tratos infantiles; y la posibilidad de ser víctima de abusos sexuales es cuarenta veces superior que cuando se convive con ambos progenitores.
Por otra parte, sólo el matrimonio tiene respaldo constitucional como contrato fundacional de la familia: artículo 32.1. — El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica. Otros pactos públicos o privados podrán ser libremente establecidos entre hombre y mujer y generarán formas de convivencia distintas de la familia; pero no son un derecho constitucional. Por lo tanto, el legislador sólo deberá contemplarlos y protegerlos cuando contribuyan especialmente al bien común.
El concepto de familia podría confundirse con el concepto sociológico de convivencia, que permite una interpretación más abierta; pero el concepto de matrimonio es jurídico y está muy bien determinado: “es la forma legítima de formar una familia”. Desde el punto de vista jurídico, el matrimonio es el único pacto que determina la seguridad jurídica de las relaciones familiares. Una pareja sabe claramente cuándo está casada y cuándo no; de lo que se derivará la existencia o no de una serie de derechos y deberes recíprocos y sociales; y también el resto de la sociedad sabrá a que atenerse. Es en el caso de que sí estén casados en el que se puede hablar de la existencia de familia, conociendo todos con certeza cuáles son las relaciones jurídicas existentes entre sus miembros. Cuando no hay matrimonio, tampoco hay familia porque no existen relaciones jurídicas ni recíprocas ni frente a la sociedad. A partir de este principio, resulta más fácil entender la definición de familia propuesta al principio.
Por todo esto es muy importante que no exista ambigüedad con respecto a lo que se entiende por matrimonio y por cónyuge; y resulta una barbaridad jurídica y social admitir como matrimonio —elemento fundacional de una familia— a la unió entre dos personas del mismo sexo. Este falso progresismo social que consiste en relativizar todo, en dar todo por válido, en confundir las instituciones, únicamente lleva al caos social. Tenemos que repetir que una cosa es la permisividad y tolerancia con las actitudes privadas y otra, muy distinta, confundir las instituciones jurídicas. Este problema lo han zanjado en Estados Unidos (vanguardia del progresismo social) de una vez por todas con la “Ley de Defensa del Matrimonio”, aprobada por el Senado el 11-9-96 (con el beneplácito del entonces presidente Clinton), que dice textualmente: “…para determinar el sentido de cualquier norma, regulación o interpretación de los distintos departamentos administrativos y agencias de los EE. UU., el término matrimonio significa solamente una unión legal entre un hombre y una mujer como marido y esposa, y el término cónyuge se refiere tan sólo a una persona del sexo contrario que es marido o esposa”. Su progresismo social no les ha impedido ver que la tolerancia tiene como límite el bien común: y el matrimonio es un importante bien común actualmente necesitado de defensa.
Por otra parte, la ambigüedad introducida por las leyes de uniones de hecho de algunas Comunidades Autónomas atenta contra la seguridad jurídica, tanto de los unidos (no se sabe si han formalizado algo que no querían formalizar) como del resto de la sociedad (no sabe si de los derechos concedidos a los unidos se derivará alguna obligación en favor de ésta). Si se pretendía regular una forma de convivencia distinta del matrimonio, se debería haber hecho con la suficiente diferenciación jurídica. Si se pretendía regular una nueva forma de matrimonio, se deberían haber contemplado tanto derechos como deberes; y tanto los recíprocos entre los contratantes, como los que nazcan con el resto de la sociedad.
La realidad es que con estas Leyes únicamente se ha pretendido otorgar derechos a una situación de hecho, con el único objetivo de allegar votos o satisfacer el llamado complejo progresista del que hacen gala algunos políticos. Y la consecuencia es que homologar las parejas de hecho es discriminar a la familia: es injusto tratar igual a los distintos. Se ha reducido la familia a un mero centro de consumo con el que el único compromiso social es elevar su calidad de vida. A la inversa, cualquier tipo de convivencia que consuma es considerado familia. Es curioso que el Estado únicamente persiga la mejora de la calidad de vida de sus ciudadanos, cuando para muchas personas su principal y más dramático problema es la dificultad de realizar su proyecto de vida familiar: se ofrecen soluciones a los problemas económicos, mientras se ignoran —o se juega frívolamente— con los problemas sociales.
La consecuencia de esta frivolidad progresista es evidente: la fidelidad entre los menores de 30 años es del 50%; ha crecido el porcentaje de cohabitación; tenemos la más baja natalidad del mundo; el porcentaje de familias monoparentales (soltería, divorcios, viudedad) ronda el 5%; el porcentaje de niños extramatrimoniales se ha elevado al 11%; ha disminuido la nupcialidad y ésta se retrasa hasta los 27-30 años; se ha reducido drásticamente el número de familias con 5 o más miembros. La sociedad se asusta hipócritamente con estos datos, porque una sociedad con familias inestables también es inestable; pero no parece dispuesta a exigir a sus gobernantes que pongan coto a las causas.
Como decíamos al principio, el matrimonio nace con vocación vitalicia; pero desgraciadamente, en muchas ocasiones termina antes que la vida de uno de los cónyuges. Donde hay libertad humana habrá discrepancia de pareceres y planes; y en algunos casos esta discrepancia llevará a la ruptura. Pero ésta debería ser la excepción, debiendo ayudar la sociedad a llevar a término el mayor número de proyectos matrimoniales iniciados. Es obligación del Estado fortalecer en la medida de sus posibilidades —la libertad humana no puede violarse— la institución matrimonial, estableciendo una regulación de la separación matrimonial y el divorcio que persuada a los cónyuges de la ruptura, evitando la frivolidad con que

se producen muchas de ellas (desde 1982 se han producido 1,4 millones de separaciones o divorcios).
Se debe evitar que la mera existencia legal del divorcio se configure como una causa de la ruptura, al presentarse como camino fácil frente al esfuerzo necesario para superar cualquier crisis matrimonial. Por otra parte, la facilidad del divorcio introduce un elemento de desconfianza en la relación matrimonial, dificultando la entrega absoluta que es la base imprescindible de su permanencia y éxito. Se ha demostrado eficaz en este sentido establecer plazos de reflexión y reconciliación, durante los que se descubre que el remedio de la ruptura es peor que la enfermedad de la discrepancia; y a largo plazo se reconducen con éxito crisis matrimoniales que a corto —en plena confrontación— no veían salida. Por el contrario, puede constatarse que en los países europeos, cuando se ha flexibilizado la regulación del divorcio simplificado los trámites, el número de estos ha subido rápidamente.
Por otra parte, se debe fortalecer la seguridad jurídica de los cónyuges, dificultando al máximo el acceso al divorcio en contra de la voluntad de una de las partes; e incluso regulando un contrato matrimonial que no fuese nunca disoluble judicialmente sin el previo consentimiento de ambas partes. Todo ello, sin limitar la actuación de los jueces en los casos de nulidad matrimonial o de violencia doméstica física o psicológica.

IDEARIO PARTIDO FAMILIA Y VIDA

 

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