James Tooley es algo así como un “hereje” de la educación. Desde que descubrió que en muchos países pobres son los centros privados los que escolarizan a la mayoría de estudiantes, y con mejores resultados, se ha dedicado a predicar la necesidad de sacudirse el cuasimonopolio estatal de la enseñanza. Cuando la ciudadanía se organiza, es capaz de dar una respuesta equitativa y de calidad a las necesidades educativas de la población. Así lo expone en su último libro, tan sorprendente como documentado.
En la práctica totalidad de países del llamado “primer mundo” hemos asumido como lo lógico que la mayoría de alumnos se eduquen en escuelas públicas, y que el Estado sea quien organice –y controle– el currículum oficial, la acreditación de los profesores, la distribución de plazas escolares y, en general, la logística y el contenido de la educación nacional. Existen instituciones “semipúblicas” (los colegios concertados en España, las charter schools en Estados Unidos, las academies en Inglaterra), pero sujetas también a una importante regulación estatal. Los centros privados, que sí gozan de una mayor autonomía, suelen estar reservados a las clases pudientes.
Pero, ¿y si fuera posible diseñar un sistema educativo donde la ciudadanía recuperara la iniciativa y el control, ahora delegados en el Estado, de manera que lo normal fuera que los estudiantes acudieran a escuelas creadas por otros ciudadanos, emprendedores educativos que tuvieran que rendir cuentas ante los padres? ¿Podría hacerse sin menoscabo de la calidad y de la universalidad de la enseñanza?
James Tooley, profesor y presidente desde hace un año de la Universidad de Buckingham, lleva años intentando convencer al mundo no solo de que se puede, sino de que esto ya es una realidad precisamente en algunas de las zonas más pobres del mundo. Y les va muy bien. Tanto que los países más ricos, dice, deberían imitarlos.
Su libro The Beautiful Tree (2009), en el que por primera vez expuso esta realidad de forma sistemática, supuso una sorpresa para muchos y generó un intenso debate. ¿Cómo es que en los suburbios de Nigeria, Kenia, India o China la mayor parte de los chicos y chicas estudiaban en escuelas privadas, pagadas por sus padres? Y, sobre todo: ¿Por qué las prefieren a las públicas, que son gratuitas y, en teoría, ofrecen más seguridades en cuanto a la acreditación de los docentes, o la preparación para los exámenes oficiales?
En suburbios de países pobres existe una auténtica red capilar de pequeñas escuelas privadas que escolarizan a la gran mayoría de los estudiantes
Doce años después de aquel libro, Tooley acaba de publicar Really Good Schools (Independent Institute), que supone una continuación y ampliación del anterior. Lo que Tooley propone en este libro es una auténtica revolución educativa. Pero una revolución que para los países del primer mundo consistiría, paradójicamente, en volver los ojos al pasado, o al presente de algunos países pobres. En definitiva, en redescubrir un sistema educativo olvidado y, según el autor, más razonable y natural.
Una realidad poco conocida en el primer mundo
La primera parte del libro es descriptiva. Tooley cuenta cómo en varios suburbios de países pobres (Ghana, Liberia, India, Sudán del Sur, Nigeria, algunas regiones de Asia) existe una auténtica red capilar de pequeñas escuelas privadas que son las que escolarizan a la gran mayoría de estudiantes (el 70% o más), y que funcionan muy bien.
Los padres las escogen en lugar de las públicas porque consideran que en ellas la formación de los estudiantes, tanto en lo académico como en los aspectos no cognitivos, es claramente superior. El pagar unas tasas les permite exigir buenos resultados, mientras que en las aulas de los centros estatales cunde la desidia: profesores poco preocupados por la calidad de la instrucción, que muchas veces ni siquiera acuden a la escuela, pero a los que resulta muy complicado despedir. El resultado es que los alumnos se acumulan en clases superpobladas, y la “actividad lectiva” con frecuencia se reduce a una educación de mínimos.
Precisamente allí donde más necesaria podría parecer la existencia de un “Estado provisor” para la educación, la ciudadanía se ha organizado de forma autónoma, y exitosa
No se puede decir que Tooley hable desde la distancia del “experto”. Además de haber sido profesor durante años en colegios de Zimbabue, su labor de investigación le ha llevado a pasar temporadas en muchos de estos suburbios pobres, por lo que conoce la situación de primera mano. Gracias a ello, narra multitud de anécdotas, como la de un pescador de un pequeño pueblo cerca de Accra (Ghana), que, a pesar de vivir muy cerca de un centro estatal gratuito, prefería dedicar una parte de su exiguo salario a pagar las tasas de una escuela privada porque sabía que allí, “si el profesor lo hace mal, lo despedirán”; o la de una mujer india que rechazó el ofrecimiento de Tooley de pagarle la escuela porque entonces perdería su “poder” para exigir que el colegio le rindiera cuentas.
Además de la información recabada en el terreno, el libro aporta también datos de numerosos informes oficiales. Ambas fuentes confirman la misma realidad: en los lugares del mundo donde uno menos pudiera imaginarlo existe una gran oferta y demanda de centros privados. Precisamente allí donde más necesaria podría parecer la existencia de un “Estado provisor” para la educación, la ciudadanía se ha organizado de forma autónoma, y exitosa.
Escalable y asequible
Exitosa porque esta red de centros cumple, según Tooley, todos los requisitos que deben exigirse a cualquier iniciativa de desarrollo social: es escalable, asequible, de calidad y equitativa. La escalabilidad es un hecho constatado por la cantidad de escuelas que han florecido: cerca de 100 en Kibera, un barrio marginal cerca de Nairobi (Kenia), 500 en la provincia de Gansu, una de las más pobres de la China rural; en torno a 12.000 en Lagos (Nigeria); 430 en Monrovia (Liberia). En total, Tooley calcula –apoyado en datos oficiales– que más de 90 millones de niños y niñas estudian en escuelas privadas de bajo coste en la India, y cerca de 75 millones en el África subsahariana.
En cuanto al carácter asequible, el autor ofrece datos que desmontan lo que han dicho algunos estudios en sentido contrario. Por ejemplo, Tooley calcula que el 80% de las escuelas privadas de los barrios pobres de Liberia, Sudán del Sur o Sierra Leona estarían dentro de la categoría de “lowest cost”: las tasas son asequibles para familias cuyos ingresos diarios no superaran los 1,25 dólares, sin que tuvieran que dedicar más del 10% de estos al pago de la escuela. Si se sube el umbral de ingresos, hasta los dos dólares diarios, el 95% de centros sería asequible para los padres, considerando el mismo porcentaje de gasto educativo.
Para Tooley, lo ideal sería que el Estado cumpliera una función subsidiaria, atendiendo la demanda que no cubra la educación privada
En cuanto a la calidad, Tooley se apoya en informes oficiales que constatan la superioridad de estas escuelas privadas con respecto a las públicas de la zona, aunque también aporta pruebas –encuestas a familias, entrevistas personales– de que los padres no solo prefieren aquellas por el aspecto académico.
Un Estado subsidiario, no monopolizador
Aunque en la primera parte del libro ya se encuentran frecuentes juicios de valor, la segunda es claramente argumentativa. La tesis es bien sencilla, pero no por eso menos revolucionaria: para garantizar una educación universal, asequible y de calidad, no hace falta el control del Estado, y mucho menos el cuasimonopolio que se ha convertido en la realidad corriente en el primer mundo. Es más, para Tooley, lo ideal sería que el aparato estatal simplemente cumpliera una función subsidiaria, cubriendo los espacios que pudieran quedar después de que la ciudadanía organizara su propia educación, según un “orden espontáneo”. Lejos de ser una quimera, esto es lo normal en muchos países de Asia y África, y también lo fue durante mucho tiempo en otros que hoy se han abandonado su educación en brazos de “papá Estado”.
También respecto a esto último, el libro descubre una realidad sorprendente, que contradice el discurso más habitual. Basándose en la investigación de Edwin George West, Tooley señala cómo a mediados del siglo XIX, antes de la extensión generalizada de los centros públicos, varios informes en Inglaterra o Nueva York señalaban la existencia de una tupida red de centros privados que, al igual que ocurre hoy en países de Asia y África, escolarizaban a una mayoría de chicos y chicas porque las familias optaban por ellas en lugar de por las escuelas públicas, a pesar de que estas eran gratuitas. El bajo número de centros públicos, por su poca demanda, no era óbice para que la escolarización fuera casi universal.
Las tesis educativas de Tooley, aunque no descuidan la equidad comunitaria, son netamente liberales. En ocasiones, esto le lleva a imputar a la escuela pública algunas deficiencias que, aunque puedan darse efectivamente, no resultan necesariamente de su condición estatal. Otras críticas a esta red, en cambio, sí son más atinadas: la falta de incentivos profesionales, la poca rendición de cuentas que “desempodera” a las familias, el excesivo control por parte del Estado de los currículos y los criterios de evaluación o la falta de innovación derivada del fuerte poder de los sindicatos.
¿Y por qué no en Occidente?
El libro, pues, resulta un alegato para “liberarse” de los tentáculos del Estado en el terreno educativo. Las últimas páginas están dedicadas a explicar cómo lo que ya ocurre en algunos países pobres podría implementarse también en el primer mundo.
Evidentemente, estas escuelas no serían tan baratas como las de Sierra Leona, pero se podría conseguir que fueran igualmente asequibles para la gran mayoría de familias con tal de aplicar varias medidas, entre otras: contratar un profesorado “barato” (docentes ya retirados, “rebotados” del sistema público, recién graduados); crear un currículum muy pautado y replicable, de forma que se ahorre en formación de los profesores; alquilar el local en vez de comprarlo; utilizar la tecnología para personalizar el aprendizaje sin contratar tantos docentes.
Según Tooley, el gran obstáculo no son las dificultades técnicas, sino la arraigada mentalidad estatista que se ha vuelto hegemónica en Occidente. A pesar de todo, Tooley confía en que igual que su primer libro avivó la creación de escuelas privadas baratas en países pobres, este nuevo título empuje a emprendedores educativos del primer mundo.
POR FERNANDO RODRÍGUEZ-BORLADO PARA ACEPRENSA